sábado, julio 29, 2023

SUBSISTIR VIVIENDO

 


         Envejecer continúa siendo algo que el hombre no ha podido superar, con el transcurso de los años nuestro organismo indefectiblemente se deteriora, y a pesar de haber aumentado la expectativa de vida, año tras año, la solución no está aún a la vista. Esto implica también realizar el siguiente razonamiento: envejecer implica crecer, por lo cual,  si establecemos cuál es la edad adecuada para no seguir creciendo o envejeciendo, en ese preciso momento la población mundial aumentaría exponencialmente, y difícilmente estemos preparados para tal situación.

Agua, alimentación, vivienda, confort, energía; todo colapsaría en muy poco tiempo. Si entonces, como atenuante, se decidiera no tener más descendencia, la vida se convertiría en algo eterno y terrorífico.


F.B.


En las profundidades de la selva amazónica, un grupo de científicos a finales del siglo XVIII crearon una institución que permitía a aquel que pudiera costear los gastos, vivir muchísimo años, el lugar elegido era secreto, y con el transcurso del tiempo, el mundo olvidó dicha experiencia. Estos científicos descubrieron que una planta, que sólo crecía en ese lugar de la selva, tomando una infusión diaria realizada con sus hojas, permitía que las células de los seres vivos no envejecieran. 

Un amigo me convenció a investigar este caso, y si me parecía interesante ir al lugar, él me acompañaría; si bien la zona era de difícil acceso con un equipo adecuado se podía llegar allí. 

Cuando empecé a investigar esta historia, no pude encontrar material confiable, pero si obtuve un contacto de alguien que participó de este experimento; era un matrimonio mayor, de uruguayos, que vivían a las afueras de Montevideo, Juan y Nora; esto me contaron:


—Nosotros nos enteramos por casualidad de este experimento, y como no tenemos hijos, y nuestros ahorros eran suficientes, decidimos inscribirnos. —me decía este señor de pelo blanco, sentado junto a su esposa en una galería que miraba a un parque repleto de arbustos, gardenias y agapantos—. Todo comenzó cuando nos contactamos con un vendedor turístico que promocionaba el lugar, diciendo que podíamos conocer la selva amazónica y quedarnos en un barrio privado, en el cual jamás nadie envejece. 


—Yo tomé esto a broma, a pesar que hacía unos años le decía a Juan que quería conocer el Amazonas —me dijo la señora sirviéndome jugo de naranjas—. Pero a poco de charlar con ese hombre, él se refería a un hecho cierto, vivir eternamente. 

Después de meditarlo unos días, decidimos ir solo a ver que tan cierto era esa institución, como le decía aquel promotor.


—Así fue que emprendimos el viaje a Brasil —continuó diciendo Juan—. Cuando llegamos al aeropuerto nos alentó el hecho de que éramos un grupo de seis parejas, todas ellas de gente en apariencia muy seria, dos muy jóvenes y cuatro de nuestra edad; fuimos guiados por un señor brasilero de tez negra, muy simpático. 

Después de bajar del pequeño micro que nos transportaba, y dejarnos a la vera de una ruta, en plena selva, comenzamos a experimentar ciertas cosas que nos sorprendieron. En primer lugar, no teníamos la vestimenta adecuada para caminar por unos humedales repletos de insectos, a pesar de quejarnos, nuestro guía solo caminaba al frente, a toda prisa, cortando con su machete las malezas y cada tanto sin decir una palabra se daba vuelta para mirarnos y sonreír. La tortura duró una hora, hasta que alcanzamos una pasarela de madera, sinuosa, elevada del piso, que rodeaba el tronco de unos árboles gigantezcos. Este trayecto fue muy agradable porque estábamos rodeados de cientos de tonalidades verdes y flores rarísimas multicolores, el canto de los pájaros era ensordecedor; por fin, llegamos a un claro en donde en su centro había una construcción octogonal de madera clara con techo cónico de paja, cuando ingresamos, nos esperaban con una mesa repleta de exquisitos platos, mientras unos jóvenes nos servían una copa de jugo de melón helado. 


—Después del recibimiento, —dijo Nora, tomando la mano de su esposo— nos hicieron pasar a un pequeño salón con asientos frente a un enorme ventanal, allí nos hicieron sentar, y después ingresó un hombre de rasgos orientales, que hablaba en perfecto español, y nos explicó con lujos de detalles en qué consistía el programa de esa comunidad, así le decía, comunidad. 


—De inmediato interpretamos —continuó diciéndome Juan—, que estábamos en un lugar muy extraño porque las condiciones que nos proponían eran desconectarnos de toda nuestra vida actual y relaciones, para formar parte de una comunidad con una expectativa de vida de trescientos años como mínimo; pero para ello debíamos entregar a un fideicomiso, todos nuestro capital, tanto en efectivo como en bienes inmuebles. Cuando terminó la reunión nos invitaron a conocer cómo era el estilo de vida de los asociados; los cuales formaban tres grupos, los de 30 a 35 años, los de 35 a 55 , y los de 55 a 80 años; nosotros estaríamos en el grupo intermedio.


—Cuando comenzamos a recorrer todo aquello —contaba Nora, sirviendo más jugo— nos pareció estar en un paraíso, eran pequeñas cabañas, rodeadas de parques siendo sus jardines unos más lindos que otros, matrimonios de jóvenes nos saludaban cordialmente al pasar, junto a sus hijos y mascotas; después, ingresamos en otro sector también de cabañas, las del rango de 35 a 55 años, en donde todo estaba muy prolijo, pero no vimos a ningún matrimonio que saliera a saludarnos, o chicos jugando en las calles; por último, cuando restaba ingresar al sector de los mayores, el guía nos detuvo, y argumentó que esa era la ora de descanso, por lo cual, no podríamos continuar con la visita.

Cuando terminó la recorrida, cada pareja de la visita, tenía asignada una cabaña realmente hermosa, con todas las comodidades imaginables. Estos tres primeros días fueron muy lindos con muchas actividades al aire libre, incluyendo una noche de cena y baile, y gozar de una enorme fogata nocturna. Se podría decir que nos habían convencido, cuando una de las parejas del grupo, nos dijo que habían ido sin permiso al sector de los mayores y lo que vieron allí no les había gustado. Decidimos escabullirnos con Juan para espiar, y lo que observamos fue desconcertante. Era un barrio enorme, cuyas calles se internaba en la selva, todas las casas eran muy pequeñas, sin mantenimiento alguno, con sus jardines tomados por la maleza; caminamos varias cuadras y en apariencia no había nadie; de pronto, de la espesura del bosque, salió un hombre extremadamente delgado, que en un primer momento nos asustó; tenía una cabellera blanca enredada y desprolija que casi llegaba al piso, la barba le ocultaba su rostro y solo se podía ver sus ojos pequeños y hundidos, estaba descalzo, y su cuerpo cubierto por una camisón andrajoso, que alguna vez había sido blanco. Se quedó allí mirándonos un largo rato, y solo nos dijo que no ingresemos al programa porque era algo demoniaco. Después nos pidió que lo esperemos, ingresó al bosque y al cabo de un rato regresó y nos dio este cuaderno, que pensamos que estará mejor en sus manos, porque usted podría difundir su contenido. —Nora me entregó unas hojas escritas con lápiz sujetas con un cordón— 


—Por último, le quiero decir lo que vimos ese día  —me dijo Juan— fue lo que nos decidió a irnos de allí y no volver. Me acerqué a la ventana de una de las casas, y en su interior pude ver a un matrimonio mayor, con la misma apariencia de aquel hombre, con sus cabellos blancos que llegaban al piso, y unos gatos recostados sobre ese manto de pelos; la pareja estaba sentada en un sillón descolorido y roto, mirando a un viejo televisor que ya no funcionaba. Por eso, preferimos a nuestra avanzada edad, gozar bien de la vida, a pesar de no tener hijos, cuidamos nuestro parque, el cual siempre nos devuelve satisfacción. 

Cuando terminó mi reunión con Juan y Nora les agradecí toda esta información, y me retiré; durante el regreso a Buenos Aires, durante el viaje leí ese diario que esto decía:


"Me llamo Alfonso, mi apellido ya no tiene importancia, he ingresado a este programa en el año 1855 con 30 años, junto a mi esposa y mis hijos, hoy tengo 195 años o 200, ya no me importa. Al principio todo parecía un sueño, poder vivir en un paraíso, sin envejecer jamás, pero con el transcurrir de los años, mis hijos que eran adolescentes, se cansaron de serlo, y querían crecer para poder experimentar que es ser mayor; entonces decidimos pasar a la etapa intermedia de los 35 a 55 años, pero ellos también se cansaron, por esto decidimos, para poder mantener a nuestra familia unida, pasarnos a la última etapa, y de este modo llegamos a los 80 años, convirtiéndose nuestros hijos en adultos; pero cuando los años empiezan a transcurrir, sin que nuestro cuerpo se modifique, comienza a suceder algo devastador, que no imaginamos, el aburrimiento, nada llega a satisfacer nuestra mente, ni la lectura, ni la música, ni escribir, ni charlar, ni jugar, ni comer exquisiteces, ni contemplar el fuego en invierno o la sombra fresca de nuestro jardín en verano; ocurre que nuestra mente se convierte en algo rígido como una piedra, y  no logra encontrar nuevos estímulos; todos los días al levantarnos esperamos experimentar algo nuevo, pero todo lo que se nos ocurra ya lo hemos hecho miles de veces, y nada tiene para nosotros atractivo; vivimos, pero estamos cansados de vivir. Durante mucho tiempo las reuniones entre amigos eran espléndidas, hasta que con el correr de los años se tornan rutinarias y adivinamos sin hablar todas las respuestas o comentarios, y siempre al contar tantas veces la misma historia, nos aburrimos, entonces, las cambiábamos para hacerlas más atractivas, pero esto tampoco nos dio resultado y poco a poco las reuniones se fueron terminando y ya ni siquiera salíamos de nuestras casas. Nuestros hijos al comprobar que esta vida era una monotonía absoluta sin nada que les provoque algún placer, se fueron yendo a enfrentar el mundo exterior, pero los mayores como nosotros no teníamos a donde ir, ni tampoco los recursos, somos esclavos de esta organización, la cual nos ha atrapado, y solo somos para ellos un estorbo; somos la última etapa de una vida que jamás terminará. 

Algunos quisieron concluir con este infierno y trataron de suicidarse, pero esta droga maldita al consumirla, posee la capacidad de prolongarla indefinidamente, y también de regenerar los tejidos y los órganos dañados, por lo cual, todos continuamos viviendo aunque ya no queramos hacerlo. 

En lo profundo de la selva existen parejas mucho más viejas que yo, en una oportunidad he ido por allí; la mayoría se ha dedicado a estudiar, poseen bibliotecas de miles de libros, son matemáticos, filósofos, conocen casi todos los idiomas, incluso la escritura sumeria y egipcia, saben de arte, muchos son pintores y sus casas están abarrotadas de cuadros preciosos, que dejan a la intemperie, también hay escultores y músicos, saben tocar todo tipo de instrumentos. Pero cuando he hablado con algunos de estos sabios, todos me dicen lo mismo, que ya no encuentran que poder hacer, porque lo han hecho todo, lo han experimentado todo, y ya nada los satisface, cuando llega ese momento, solo nos dejamos estar, y nuestra mente, ya no tiene la capacidad de imaginar, somos una planta, pero que ni siquiera da frutos. 

Estamos muertos en vida, pareciera ser un castigo inmerecido, por todo esto, advierto a aquel que desee ingresar a este suplicio, que no se equivoque, y trate de vivir disfrutando del tiempo de vida que la naturaleza le ha otorgado, que es preferible a este castigo infinito". 


Después de leer esto, preferí no ir a ese lugar del demonio. Cuando llegué a casa le propuse a mi señora ir a caminar por la playa, y ella aceptó como siempre, cuando le comenté toda esta experiencia; ella me dijo algo que comparto: tal vez, nuestra inteligencia artificial provoque justamente lo mismo, que la humanidad se aburra de vivir.



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