Cuando Esteban y Juan comenzaron a trabajar en el taller de alfarería, no se imaginaban el caudal de trabajo que las dos chicas llevaban adelante hasta ese momento solas; la primer tarea de la mañana era preparar la arcilla para poder moldear la enorme cantidad de productos que se realizaban, desde enormes jarrones destinados a las fábrica de aceite, pasando por cántaros para acarrear agua, calderos, platos y vasos. Dos veces por semana atendían su puesto en el mercado, y cuando se lo requerían llevaban fuera de la ciudad a su carro cargado con las vasijas más grandes destinadas a los establecimientos que producían aceite de oliva.
También se procuraba tener leña seca para el horno desde el campo, el trabajo de hornear consistía en tener que acomodar toda la producción en una cámara que se cerraba, encender el fuego y mantenerlo durante todo el día; al día siguiente abrir la cámara y retirar todo para colocarlo en el depósito.
Tanto Helena como Talía eran muy alegres y trabajadoras, su jornada comenzaba cuando despuntaba el sol y terminaba al atardecer, cuando estaban sentadas frente al torno de alfarería les gustaba cantar, el amplio local se abría a una galería que daba a la calle, con techumbre de palos para mitigar el sol, en donde se exponía todo lo que el taller producía y jamás faltaba grandes macetas, repletas de coloridas flores.
El contrato de palabra que se pactó con Esteban y Juan era muy simple, ellos debían hornear toda la producción, cargar y descargar el carro para cuando era necesario llevar los cántaros a los diferentes clientes y acompañarlas para realizar el reparto, también debían cuidar a su viejo caballo y mantener el pequeño establo limpio que también era el lugar donde podían dormir. La paga sería de dos dracmas por día de trabajo a cada uno, que para ese momento era un salario generoso.
La comida estaba incluida, desayuno, almuerzo y cena, compartiendo la misma mesa con ellas.
Cuando las dueñas atendían su puesto en el mercado, Esteban y Juan quedaban a cargo del horno.
—Debo decir Esteban que esta vida me resulta muy agradable —decía Juan mientras cargaba el horno, para después agregar— estaba pensando que el reloj nos ubica siempre en un lugar en donde siempre surgen dos hermanas; primero fueron Sol y Luna, después Fen y An, luego Mut y Maat y ahora Helena y Talía.
—Así es, esto no puede ser algo casual, —respondió Esteban— evidentemente alguien o algo dirige nuestro destino, se suma a esto que en todos los casos siento lo mismo, ya las conozco desde antes; tengo una teoría descabellada, pero cada viaje en el tiempo parece que afirma lo que pienso.
—Creo adivinar esa teoría tuya estimado amigo…son siempre ellas —dijo Juan seriamente.
Así es Juan, ya no me cabe ninguna duda…son siempre ellas. —respondió Esteban— no obstante debemos comprender y aceptar algo; nosotros no pertenecemos a este presente, solo estamos de paso, por lo cual no podemos interferir en sus vidas, solo somos un par de compañeros de viaje que en algún momento debemos partir e irnos de sus vidas.
—Tienes razón amigo mío, solo estamos aquí de paso, debemos aceptarlo aunque nos duela.
La vida y la muerte pueden ser el principio y el final, pero según como se lo vea, también puede ser la continuación de la vida. Yo creo que nadie puede tener la última palabra, existen muchas cosas en la naturaleza que aún no se pueden desentrañar. En apariencia cuando nacemos nuestra mente está vacía y a medida que crecemos los recuerdos comienzan a acumularse; pero también podemos suponer que nuestro cerebro al nacer, guarda en una caja con siete llaves recuerdos, que valga la redundancia, jamás recordaremos, pero que allí están.
Quizás el reloj de Esteban y Juan, son las siete llaves de esa caja maravillosa de recuerdos que provienen de nuestros ancestros.
F.B.
El primer día que las hermanas dueñas del taller de alfarería fueron a realizar el reparto de sus productos a las afueras de la ciudad acompañadas por sus dos nuevos empleados, Esteban y Juan; estos disfrutaron de este viaje al transitar por senderos intrincados entre montañas y praderas tapizadas de grandes rocas, en donde plantaciones, de vides, olivares, y quintas, desbordaban en los campos.
Como el caballo de las hermanas era viejo, debían de realizar algunas paradas para que el noble animal se repusiera para después retomar el camino con fuerza renovada. Después de entregar varios pedidos, algunos de los cuales se intercambia por verduras y huevos. Helena y Talía decidieron parar a la sombra de un robusto árbol que proyectaba su acogedora sombra sobre una terraza natural la cual poseía una vista panorámica de la ciudad. Allí extendieron un mantel blanco sobre la hierba y desplegaron una serie de simples pero exquisitos alimentos que todos disfrutaron.
Cuando la charla de los cuatro jóvenes se tornó amena y risueña, pasó por el camino un hombre mayor, vestido con una túnica blanca que acompañaba su sostenida y enérgica marcha con una robusta bara; cuando estuvo cerca de los jóvenes, levantó su mano y las dos hermanas lo saludaron cordialmente; el hombre, se acercó al grupo y después de saludar pidió si le podían brindar un poco de agua para tomar; de inmediato, Helena con una amplia sonrisa le alcanzó un pequeño cántaro repleto de agua fresca, y le dijo que se lo podía llevar; el hombre hizo una pequeña reverencia y dijo:
—Que gesto tan amable para un sediento, este cántaro para mí en este momento posee un precio incalculable, ¿cómo puedo retribuir tan noble actitud?.
—Es muy simple —respondió Helena—, con que usted lo recuerde para mi es suficiente, de ese modo, en circunstancias inversas usted tendrá que hacer lo mismo.
—Buena respuesta, señorita, a partir de hoy, tengo una deuda con usted que no olvidaré; no obstante le devolveré el cántaro en cuanto pueda; pero la deuda no estará saldada, y eso implica una carga extra para un caminante como yo.
—No puedo resolver eso señor, tendrá que soportar el peso de su deuda, tal vez de por vida.
—Creo que hubiera sido mejor soportar mi sed antes de contraer una deuda tan grande.
Ambos rieron con ganas porque Helena conocía al señor, que era un viejo amigo de su padre, y había escuchado de su boca ciento de disertaciones de ese tipo.
Sin decir más el hombre continuó con su marcha.
—¿Quien es ese señor Helena? —le preguntó Esteban.
—Se llama Sócrates.
Cuando los cuatro jóvenes regresaron al taller ya estaba anocheciendo; Esteban y Juan, descargaron la mercadería del carro, después de desenganchar el caballo, cuando lo estaban llevando al establo, sintieron que las dos hermanas que se habían retirado a descansar pegaron un grito que se sintió en todo el lugar; los dos amigos corrieron a ver que pasaba y el taller en donde se guardaba toda la producción de un mes entero de trabajo estaba destruido, no había un solo cántaro, un solo plato, por pequeño que fuera que no estuviera roto. Las hermanas lloraban abrazadas en medio de un destrozo que sin lugar a dudas se había hecho adrede.
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