Cuando Esteban y Juan llegaron al pueblo de Fen y An, los recibieron con algarabía, a tal punto que el padre de las hermanas organizó una reunión en su casa donde asistieron las principales autoridades del pueblo, incluido el consejo de ancianos, cuya vida dependía de cómo el emperador reaccionara ante el ocultamiento de su parte de algo tan trascendental, como era la visita de dos viajeros del tiempo.
Lamentablemente, un nuevo riesgo proyectaba su sombra sobre todos los habitantes; se sabía que no muy lejos de allí se estaba organizando un ataque por parte de un grupo de nómades sumamente sanguinarios, y aún la muralla no estaba terminada como para poder contener algo asi; por lo cual, una partida de trescientos guerreros se preparaban para defender la ciudad.
Todo ocurrió muy rápido; los feroces atacantes duplicaban en cantidad a los soldados y en muy pocas horas los vencieron; el pueblo quedaba a su merced.
El padre de Fen y An, entendiendo que el resultado sería catastrófico, les pidió a Esteban y Juan que salvaran a sus hijas.
Cuando los violentos atacantes ingresaron en la plaza, los pacíficos pobladores, con muchísimo coraje y sin miedo a morir, enfrentaron a las sanguinarias lanzas solo con palos; a pesar de saber que estaban perdidos, lucharon heroicamente. La masacre fue espantosa, los nómades eran como animales rabiosos, su único deseo era matar y matar.
Esteban, Juan y las dos hermanas huyeron con sus caballos y se pudieron ocultar en un viejo granero, una vez allí, los cuatro se tomaron de la mano y Esteban le dio cuerda al reloj.
Todo en torno a ellos dos se evaporó como si fuera una bruma, pero también se desvanecieron los cuerpos de Fen y An con lágrimas en sus ojos y mucho miedo.
El reloj cumplió nuevamente su cometido pero solo con Esteban y Juan.
Esta vez, cuando todo a su alrededor se materializó, se encontraron en un lugar inhóspito en donde un viento muy fuerte y cálido, hacía que una persistente y fina arena les pegara con fuerza en sus caras necesitando protegerlas con sus manos.
La historia y construcción de las pirámides Egipcias siempre me han deslumbrado; cuando tratamos de imaginar que para realizar esas enormes moles de piedra se tuvieron que trasladar toneladas y toneladas de material, en su mayoría con el esfuerzo de cientos de hombres, me asombra y surgen muchas preguntas sin respuesta.
Una de las primeras cosas que aparece como una gran incógnita, es llegar a saber que instrumentos de medición utilizaron para lograr tal perfección; también, que mecanismos de elevación y transporte necesitaron en aquella remota época.
Otro de los aspectos científicos que parecen contradecir la historia bíblica, es que aparentemente no eran esclavos los que hicieron estos descomunales trabajos; últimos estudios y descubrimientos dicen que se realizaron con obreros que contaban con un cierto grado de organización.
En mi humilde opinión, es evidente que a esos hombres, que necesitaban realizar trabajos de mucho esfuerzo y a diario, necesitaban estar bien alimentados y descansados, de lo contrario sería imposible que tuvieran la fortaleza necesaria.
Pero permítanme decir, que en aquella época del faraón todopoderoso Keops, hace 4500 años, no existían leyes laborales como las conocemos hoy, por lo cual, si bien esos trabajadores eran cuidados para su función; no podemos saber que ritmo de trabajo y en qué condiciones lo hacían. Quizás no eran esclavos encadenados; pero trabajadores con leyes laborales y con permiso para reclamar algo, imagino que tampoco.
Por último digo, que en este siglo XXI, en el amplio mundo aún existen modalidades de trabajo que son tan desventajosas para el obrero, que bien se los podría denominar esclavos asalariados.
F.B.
Cuando el viento se calmó, un atardecer rojizo, dejaba ver a la distancia la forma inconfundible de una gigantesca pirámide.
—No cabe duda que estamos viendo pirámides egipcias, —dijo Esteban.
—Así es, lo que no sabemos es aún en qué tiempo nos encontramos —dijo Juan, mirando esa construcción enorme.
—Ya veremos —dijo Esteban— ahora me duele el alma solo pensar en el destino que corrieron Fen y An, y todo su pueblo.
—A mi me ocurre lo mismo —dijo Juan acongojado— pero eso evidentemente está fuera de nuestras posibilidades de resolverlo, tendremos que cargar con nuestra pena.
Cuando el sol se ocultó, próximo a la pirámide se podía observar una serie de toldos blancos, varias fogatas y muchas personas que iban de un lado a otro.
—Parece ser un campamento de obreros, —dijo Juan— seguramente pasarán la noche allí.
—Acerquémonos para investigar —dijo Esteban comenzando a caminar a ese lugar.
—No podemos acercarnos mucho, porque si nos ven con estas ropas, podemos tener problemas —le respondió Juan.
Cuando los dos amigos estuvieron cerca del campamento se ocultaron detrás de unos canastos y pudieron ver a hombres y mujeres con ropa muy rústica calzados con sandalias vigilados por un grupo de soldados fuertemente armados de los que por su vestimenta no cabía duda alguna que eran de la época del antiguo Egipto, cuando estaban en ejecución las majestuosas pirámides.
El aroma de algún tipo de guiso que se calentaba en unas enormes vasijas, abría el apetito.
Un grupo de soldados, reía, mientras molestaban a un par de mujeres jóvenes que trataban de salir de un círculo que habían hecho estos sinvergüenzas en donde las empujaban sin permitirles que se fueran; un muchacho con ropas sucias y gastadas, se acercó para tratar de ayudarlas y cuando lo quiso hacer, recibió por parte de un robusto hombre que formaba parte de los agresores, un golpe en su cabeza que lo dejó tirado en el piso.
—Me temo que estamos en un tiempo muy difícil; esto es un campamento de esclavos bajo el poder de los soldados del faraón Keops y están construyendo su gran pirámide. —dijo Esteban.
—¿Cómo sabes que es esa pirámide? —le preguntó Juan a su amigo.
—Por su altura, veo que están por terminar, y la misma tiene más de 140 metros, pero en mi opinión lo importante para nosotros ahora, es saber cómo sobreviviremos en este lugar.
—Mira Esteban, aquí hay ropa de esclavos, —dijo Juan, sacando unas prendas y sandalias de un canasto; lo mejor será hacerse pasar por ellos.
—Jamás me hubiera imaginado en toda mi vida que estaría en este lugar —dijo Esteban mientras se ponía esas ropas sucias y harapientas— y menos aún tener que convertirme en un esclavo.
—Pongámonos algo en la cabeza para disimular nuestro cabello, está demasiado prolijo para ser un esclavo del antiguo Egipto. —dijo Juan— tratemos de pasar la noche entre ellos.
—En cuanto al idioma —dijo Esteban— si nos pregunta alguien algo, digamos con señas que somos sordos.
—De acuerdo amigo, unámonos a ese grupo que parecen estar entretenidos hablando pacíficamente.
Cuando ambos amigos se acercaron al grupo, de inmediato se dieron cuenta que un anciano de contextura muy fuerte con nariz aguileña, y pelo entrecano negro, vestido con ropa blanca y sandalias, era el que hablaba; los demás, unos diez hombres muy delgados de brazos musculosos, lo escuchaban con mucha atención.
Cuando ambos se acercaron al grupo, el que hablaba, se los quedó mirando y dijo algo en un idioma incomprensible; cuando Esteban y Juan se hicieron entender que eran sordos, aquel hombre dio una orden, y de inmediato le sirvieron a los dos un guiso caliente; después, este hombre que inspiraba respeto continuó hablando; cuando terminó, se fue de allí a hablar con otro grupo para continuar su prédica.
Esa noche, Edteban y Juan pudieron dormir sobre unas pieles de cordero. A la mañana siguiente al despuntar el sol, unos fuertes gritos hizo movilizar a todos los hombres que corrieron a sus puestos de trabajo: un grupo se dirigió a un sector en donde con gruesas sogas comenzaron a arrastrar una enorme piedra a la cual la hacían deslizarse mediante troncos por una pendiente; Juan contabilizó como a unos cien hombres, haciendo esta misma tarea con otros bloques similares.
Cuando alguno de los fornidos esclavos no hacía la misma fuerza que el resto del grupo, era retirado a los empujones y castigado pegándole con unas gruesas cintas de cuero dejando marcas y sangre en su piel.
—Vayamos a aquel lugar, —dijo Edteban— es preferible a arrastrar esas enormes piedras.
Juan comprendió de inmediato la idea, era el lugar en donde se le daba forma a las piedras, el trabajo consistía en ir desgastando las rocas con un cincel y un martillo. Pronto aprendieron la tarea y podían trabajar al ritmo de los demás picadores.
Cuando el sol comenzó a levantarse en el cielo y calentar la arena, la temperatura se tornaba insoportable; muchos hombres, los más viejos, no soportaban el enorme esfuerzo y la sofocante temperatura; esto provocaba que se desplomaran; sus compañeros tenían que sacarlos del lugar inmediatamente.
Un grupo de mujeres eran las encargadas de repartir agua para los trabajadores; cuando les llegó el turno a Esteban y Juan de recibir su ración, nuevamente lo inesperado ocurrió; dos mujeres muy jóvenes les dieron agua en unos cántaros de barro. Cuando sus miradas se cruzaron, el efecto fue inmediato, tanto Esteban como Juan sintieron que a esas jóvenes ya las conocían desde antes.
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