Muchos pueden suponer que el fin del mundo es solo una frase metafórica; pero yo les aseguro que existe un lugar en Argentina que definitivamente; es el fin del mundo; se llama Puerto Almanza; este pequeño pueblo con algo más de cien habitantes se encuentra en la desembocadura del río del mismo nombre junto al canal de Beagle. Su principal actividad es la pesca de centolla y otros moluscos.
El clima es muy duro para la vida, la humedad, el intenso frío y el viento, que no descansa jamás, contribuye a que sus pobladores lleven una vida muy distinta a otros lugares.
Después que Anibal y Fernando terminaron de descargar el carretón de leña, decidieron ir a cenar algo al bar de Lorenzo; cuando ingresaron, el olor a leña del hogar encendido, el revestimiento de madera que cubría las paredes y los pisos, más las mesas con manteles a cuadro rojos y blancos, siempre con el florerito en el centro de cada mesa, luciendo esas flores silvestres que con cariño juntaba la dueña de la casa, le daba al lugar un aspecto hogareño.
—Que desean los señores —dijo aquel hombre bajito con su delantal color blanco impecable y la gorra de lana negra que utilizan la mayoría de los pescadores del lugar —les recomiendo el guiso de centolla con papas y batatas, con un buen vino tinto o cerveza.
—Además del guiso, ¿hay otro plato para elegir?. —preguntó Fernando.
—No —dijo el dueño del único bar de todo el pueblo con una sonrisa.
—Entonces elegimos el guiso —dijo Anibal, agregando— me pregunto si alguna vez podremos comer algo distinto en este boliche de mala muerte.
—Los señores son muy delicados, evidentemente tienen un paladar exquisito —les respondió aquel hombre con una mueca graciosa, sabiendo que los dos muchachos comían siempre allí, el tradicional guiso de centolla de la señora de Lorenzo.
¡Laura!, —gritó el dueño del bar— aquí los señores se están quejando del servicio de la casa.
De la cocina del lugar, salió una mujer con su pelo atado con un pañuelo y de delantal multicolor, y dirigiéndose a la mesa de los dos jóvenes les dio un beso en la mejilla a cada uno y les dijo:
—Diganme que quieren comer la próxima vez, que yo se los preparo.
—¿Cómo puede ser posible Laura?, —le preguntó Aníbal— que te hayas casado con este hombre, habiendo tantos buenos partidos en este mundo.
—Son esos errores que se cometen cuando una es joven —dijo Laura, abrazando a su esposo, el cual, riendo, despeinó con sus dos manos a ambos jóvenes.
Después de cenar, los dos muchachos y Lorenzo se quedaron charlando de los temas de siempre: el estado de la ruta, el costo de la leña y el gas, y la endeble línea eléctrica que llegaba al pueblo, la cual los dejaba sin energía constantemente. Pero esa vez surgió un tema nuevo sobre algo que jamás había ocurrido.
Durante la sobremesa, Aníbal cargando su pipa trajo a la mesa lo que le había ocurrido.
—Ayer a la tarde, cuando estaba cargando leña, ya estaba anocheciendo, y me pasó algo muy extraño. Cuando no hay nadie trabajando en el aserradero es muy silencioso, pero en un momento, escuché como si alguien hubiera arrojado con fuerza una madera contra las chapas, pensé que era Don Jaime que todavía andaba por ahí, pero cuando fui a ver para saludarlo no había nadie. Al regresar a la camioneta, sentí el mismo ruido otra vez, pero más fuerte, al ir de nuevo, no había nada.
—Quizás era una pila de tablas mal acomodadas, suele pasar que se doblan al secarse y sede alguna —le respondió su amigo sin darle mucha importancia a lo ocurrido.
—No, todo estaba ordenado como siempre. También pensé que podría haber sido un animal que se llevó por delante una pila de maderas y estas calleron sobre las chapas, pero tendría que ser enorme, y yo jamás he visto un animal grande en esta zona.
—Bueno, hablando de hechos raros —dijo Fernando encendido un cigarrillo— el dia que fui a pescar con Mario, cuando tu no podías venir, ya habíamos juntado la red y antes de poner en marcha el motor, sentimos un golpe muy fuerte en el casco del barco que lo sacudió lo suficiente para pensar que habíamos encallado, pero no podía ser una piedra porque estábamos muy lejos de la costa, nos quedamos en silencio y no ocurrió nada más.
Cuando Aníbal y Fernando estaban hablando de estos temas Lorenzo se acercó a ellos con una bandeja con tres tazas de café caliente y tres copas con coñac, después de dejarla sobre la mesa agregó una astilla al hogar, el cual brindaba con su fuego un ambiente acorde a una charla entre amigos, después se sentó en la mesa frente a ellos.
—Dicen que este invierno será terrible —les dijo Lorenzo—, sumado a que aumentará el precio de la luz y el gas.
La charla entre los tres amigos se prolongó en esos temas que siempre importan a los habitantes de un lugar, hasta que Anibal y Fernando le contaron esos hechos extraños.
—Es curioso —a mi me pasó algo también muy raro, serían las dos de la mañana cuando escuchamos con mi señora sobre el techo de nuestro dormitorio un fuerte ruido que nos despertó; yo salí de inmediato con mi escopeta al patio desde donde se puede observar todo el faldón del techo del dormitorio, pero no había nada —les contó Lorenzo tomando un sorbo de coñac—, lo raro fue que mi perro sultán que ante cualquier ruido extraño ladra con fuerza, esta vez se quedó acurrucado y en silencio como si tuviera miedo por algo.
Los tres amigos se quedaron en silencio un rato, y después Fernando dijo en voz baja mirando el fuego:
—No se si es una idea loca, pero desde que llegó el forastero inglés, empezaron a ocurrir cosas extrañas; aquí nunca pasó nada raro, pero al segundo día de su visita, se incendió la forrajeria y los bomberos no pudieron determinar las causas.
—Le comentó Nora a mi esposa que solo sale de su pieza por las tardes y regresa de noche muy tarde, siempre lleva una mochila —agregó Lorenzo terminando de tomar su coñac de un trago— pagó su habitación por adelantado por un mes, se registró como Oliver Smith; Nora googlea a todos sus clientes de su hotel para saber a que se dedican, pero con ese nombre no encontró nada.
Cuando la conversación de los tres hombres se prolongaba en conjeturas cada vez más insólitas, unos fuertes golpes se sintieron en la puerta, y en el mismo momento se cortó la luz dejando al salón en penumbras solo iluminado por las llamas del hogar.
Cuando Lorenzo fue a abrir, tuvo que encender primero un farol, cuando abrió la puerta y elevó el brazo para iluminar esa negra silueta, era un hombre de casi dos metros de alto con campera de cuero, con gorro de explorador, y una cara enjuta inexpresiva con una barba de algunos días; era el inglés del que estaban hablando hacía un instante con sus amigos. Esto lo tomó tan de sorpresa a Lorenzo que no atinaba a decir palabra: pero aquel hombro con su voz ronca por efectos del tabaco y hablando en un muy mal castellano le dijo:
—Disculpe, ya se que es muy tarde, pero tal vez me podrían atender.
Recuperándose de su asombro, Lorenzo le respondió:
—Si, por supuesto señor, podemos atenderlo.
El inglés se sentó en la mesa más alejada de la de los dos jóvenes, en donde el dueño de casa colocó un farol encendido, después, el forastero se quitó su mochila la cual al apoyarla sobre el piso de madera retumbó en todo el salón, evidentemente llevaba algo pesado, después de quitarse la campera y el gorro, sacó su pipa y una libreta de anotaciones; después de elegir la cena, pidió una botella de whisky.
Cuando Lorenzo se perdió con su farol en la cocina, Anibal y Fernando se quedaron en silencio sin saber que hacer o decir; cuando repentinamente aquel hombre misterioso se paró y se dirigió caminando hacia la mesa de los dos jóvenes quedándose parado frente a ellos.
Ambos pensaron que el corpulento inglés ahora sacaba un cuchillo u otra arma y los agredía sin mediar palabra, pero lejos de eso, dirigiéndose a Fernando le dijo:
—disculpe joven, no tendría fósforo, los míos se han humedecido.
Continuará