Translate

lunes, septiembre 15, 2025

EL ARTE DE VENDER

 


El espejo le devolvía una figura respetable, su corbata roja perfectamente alineada con el cuello de su camisa blanca, el saco azul oscuro y el pañuelo en el bolsillo al tono de la corbata; una última mirada a sus zapatos bien lustrados; y su pelo negro limpio y corto con la raya al costado. La contextura física de Ignacio que era elegante por ser delgado y alto le brindaba confianza; estaba listo para la entrevista. 

Llegó a la empresa puntual como era su costumbre, subió por el ascensor al piso décimo y cuando entró a la amplísima oficina pudo observar que solo había una secretaria trabajando en su computadora; después de presentarse la joven mujer le dijo que se sentara, que el gerente lo atendería en unos minutos; los minutos de espera fueron cuarenta y cinco, pero para Ignacio el empleo merecía la pena.

Por fin la secretaria lo hizo pasar a otra oficina más pequeña en donde estaba sentado detrás de su escritorio un señor de impecable traje gris y corbata, luciendo un par de gemelos de oro, al igual que su impactante reloj pulsera.

—¿El señor Ignacio García, verdad? —le preguntó ese hombre leyendo el currículum que tenía ante sus ojos, al que no era necesario preguntarle si era el dueño de la empresa, su aspecto lo decía todo.

—Sí señor.

—Tome asiento por favor. —le dijo el gerente recostandose en su sillón, y mirándolo muy seriamente — tiene usted idea señor García de la envergadura de esta empresa.

—Por supuesto señor, es más, yo soy un entusiasta de las carreras de automóviles y conozco toda la historia de la prestigiosa empresa Mercedes Benz y las fantásticas carreras ganadas con el piloto más famoso del mundo nuestro Manuel Fangio, con la inolvidable flecha de plata. —Le dijo Ignacio sonriendo con su cara jovial,  a aquel señor que lo observaba.

—SI, si, perfecto señor García, pero este trabajo es para vender los automóviles de más alta gama que tiene la empresa, a esta agencia vienen personas del extranjero, de mucho dinero, muy exigentes, a comprar una joya de la industria automotriz; poco les importa las carreras del siglo pasado, eso es solo historia; a esta gente usted les está ofreciendo no solo un automóvil, usted les está ofreciendo un símbolo de poder; no se si me entiende. 

—Como no lo voy a entender señor —le dijo Ignacio erguido en su asiento, colocando sus dos manos sobre el escritorio—; toda mi vida he vendido autos.

—No me diga, —le dijo algo sorprendido el gerente— ¿en qué empresa? 

—La última fue en una familiar que llevábamos adelante con un primo mío en la ruta 8 cerca de la autopista del Buen Aire, pero de autos usados. —respondió Ignacio orgulloso. 

El gerente con cara de pocos amigos tomando nuevamente el papel le dijo:

—Mire García, le voy a ser franco, su currículum no cumple con nuestras expectativas, nosotros necesitamos alguien que sepa al menos hablar Inglés, un buen manejo de Excel, algo de contabilidad, e incluso un cierto conocimiento sobre algunos lugares de Buenos Aires, como vinotecas, hoteles, restaurantes exclusivos; es decir, no se ofenda; nuestros vendedores tienen que ser jóvenes de cierta cultura general, que le permita en la negociación de la venta entablar charlas de igual a igual con el cliente; y usted está lejos de eso, no obstante debo decirle que lo único en lo que mide usted bien, es en su presencia, su vestimenta es elegante y sobria.

Ignacio se quedó mirando a su interlocutor siempre con su cara gentil y su sonrisa luminosa y al cabo de unos instantes le dijo.

—Señor, le quisiera pedir una oportunidad, permítame brindarle durante quince días una demostración de mi capacidad como vendedor, si durante ese tiempo yo no concreto ninguna venta, me iré y usted no me debe nada, ¿qué le parece?.

El gerente se le quedó mirando, y también recordando que le habían pedido completar el plantel de vendedores cuanto antes, y no podía conseguir a nadie. Entonces levantándose de su sillón y extendiendo su mano para saludarlo, dijo.

—Trato hecho señor García, usted tiene su oportunidad. 

En el salón de exposiciones de la concesionaria solo se exponía un único automóvil, el Mercedes-AMG E 53 4MATIC + color negro...no pregunten el precio porque es de mala educación, solo diré que es muy elevado. Este dato no es menor, Ignacio lo tenía muy presente, el noventa y cinco por ciento de los compradores efectivos, no preguntan por el valor, excepto para extender el cheque. 

Los primeros dos días Ignacio solo se limitó a observar, sus compañeros de trabajo eran dos jóvenes, compinches ellos, que en ese primer momento lo mantenía al nuevo integrante del equipo a cierta distancia, bastante lejana, ni siquiera se preocuparon en enseñarle el lugar o los procedimientos de trabajo por las posibles ventas, tampoco le dijeron dónde quedaba el baño de los empleados. Esto a Ignacio lo tenía sin cuidado, en un pequeño recorrido descubrió dónde estaba el sanitario, la cafetera y lo más importante; la empleada encargada de extender los recibos de anticipos o compras.

Durante esos dos días pudo notar que sus engreídos compañeros, tenían algunas falencias muy evidentes, una de ellas era hacerles  bromas sutiles a las damas jóvenes que venían solas, de las que contabilizó un total de seis, las señoritas concurrían por la mañana pero ninguna concretó una sola compra. Otra de las notorias características de ellos era que cuando faltaban diez minutos para el fin de la jornada estaban desesperados por irse, y en una oportunidad, llegó un cliente diez minutos antes de cerrar y el desinterés por vender hizo que el posible comprador se fuera muy ofuscado. 

Ignacio después de hacer todos sus análisis decidió comenzar a vender.

Un día viernes, quince minutos antes del cierre, paró en el estacionamiento de la agencia una camioneta embarrada hasta el techo; sus compañeros le pidieron si podía hacerse cargo, en cuanto Ignacio aceptó, ambos desaparecieron. 

De la camioneta bajó un hombre bajo con boina y zapatos de trabajo, al verlo Ignacio imaginó la estrategia de su discurso, cuando entró al local con su mejor sonrisa y predisposición dijo:

—Buenas noches señor, gracias por confiar en nosotros, ¿a quién le va a regalar esta joya insuperable de la mecánica, a su mujer, o a un hijo?.

El señor lo miró muy serio y después respondió:

—¿Cómo sabe usted que quiero este automóvil para regalarlo?.

—Me atreví a decirlo porque usted me parece que no es de las personas que deseen este tipo de automóviles. 

—¿Y por qué no?, si me puede usted decir. —dijo el señor algo molesto. 

—Porque usted es una persona de trabajo que por lo general solo invierte en máquinas, o campos de producción agrícola, o cualquier otra cosa que le permita crecer a su empresa, pero jamás invertiría para usted en un auto de lujo. —el cliente se lo quedó mirando unos instantes, y después dijo.

—Debo decirle que usted es un excelente observador, ha acertado, quiero este vehículo para regalar.

Comprador y vendedor se estrecharon las manos y sonrieron.

—Dígame señor, donde desea usted que se lo entreguemos, con un gran moño blanco en el techo, el cual obviamente corre por nuestra cuenta. —le dijo Ignacio con su cara jovial.

—Bien, —dijo el hombre sacando su chequera—, el de mi hija en un country en Pilar, y el de mi señora en Barrio Norte.

—No entiendo —dijo Ignacio— ¿quiere que lo llevemos a dos lugares?

—Si, obviamente —dijo aquel cliente sin perturbarse— uno es para el cumpleaños de mi señora y el otro es para la fiesta de egresada de mi hija.

Ignacio por poco se cae de espaldas, en tan solo quince minutos pudo vender dos autos de alta gama; cuando le entregó el cheque a la cajera que era una joven muy simpática esta le dijo.

—No te puedo creer, te aseguro que jamás vendimos dos autos en tan poco tiempo, has batido el récord. 

—Es solo un golpe de suerte —le respondió Ignacio con cara de experto. 

A la mañana siguiente Ignacio llegó quince minutos tarde y cuando entró al local estaban esperándolo el gerente y los dos vendedores parados en el medio del salón. 

—Señor García, —comenzó diciendo el gerente—, quiero que le explique en detalle todo lo referente a su excepcional venta de ayer a estos dos sujetos, a ver si aprenden al menos un poco.

Ignacio se sorprendió por la indicación del gerente, pero solo para desquitarse del maltrato de los primeros días por parte de esos dos engreídos, dijo con voz y cara  de experto:  —No se preocupe señor, los voy a sacar buenos.

A partir de esa venta vinieron muchas otras, en su mayoría concretadas por él. Ignacio contaba con una ventaja que él solo sabía; venderle un auto o camionetas usadas a alguien que juntó el dinero durante diez años, es mucho más difícil que al que le sobra el dinero para comprar o incluso regalar un automóvil de altísima gama.

Un lunes por la mañana muy temprano llegó un hombre en una moto de alta cilindrada, sus dos compañeros aún no habían llegado, costumbre muy frecuente en ellos. Después de sacarse el casco el posible comprador, entró al local e Ignacio lo saludó habiendo ya estudiado al candidato y su estrategia de venta.

—Después de una prolongada charla sobre las características del automóvil, caballos de fuerza, torque, tapizado, caja automática y lo principal, su elegancia; Ignacio terminó su discurso diciéndole  en voz baja a su cliente.

—Pero permítame que le diga señor, el grave problema que tiene este vehículo. —el hombre puso cara de intriga y preguntó:

—¿Qué problema tiene?.

—El problema es, que cuando usted llegue a todos los elegantes lugares  a los que frecuenta, manejando esta máquina que es una joya, sus conocidos lo van a envidiar poniéndose verdes; y eso, nuestra firma no puede solucionarlo. 

El hombre se rió con ganas y sacando su tarjeta bancaria Negra de American Express dijo:

—Precisamente para eso lo quiero comprar.




google.com,pub-133997539388153,

DIRECT, f08c47fec0942fa0

LA PARTIDA DE TRUCO

       Nicolás Sirreyes tenía un campo lo suficientemente extenso  para permitirle ser el hombre más acaudalado del pueblo. Corría el año 1912, se había implementado el sufragio universal para varones.  La pica venía de lejos con Gumersindo Luna que era dueño de la casa de productos generales, desde granos hasta tranqueras.

El galpón comercial tenía para las tareas del campo todo lo necesario, incluido los créditos para poder pagarlo después de la cosecha. La enemistad venía de lejos por culpa de una joven que solo estuvo en el pueblo dos noches, esas cosas de hombres que quedan arrinconadas en el recuerdo y salen en el momento menos pensado. 

El Negro Fonseca era un buen hombre pero a la segunda copa de Ginebra el humor le cambiaba para mal.

Abelardo era el muchacho de los mandados, pero lo único que tenía de malo era no ser lerdo, digamos que solo necesitaba que el contrincante quien sea, solo diera un parpadeo, para que su faconcito hiciera el resto.

Los de armas llevar eran Nicolás Sirreyes y Gumersindo Luna, cuyo rencor mutuo quedó allí, aquella noche, oculto por mucho tiempo, pero era tan grande y peligroso como una serpiente. 

Las diez de la noche era una hora apropiada para comenzar un juego de truco en el almacén, que después de las ocho las señoras ya se habían retirado y el lugar daba paso a convertirse en boliche.

La apuesta era fuerte, mil pesos, sólo entre dos adversarios, Sirreyes y Luna, los otros dos eran laderos. 

El Negro Fonseca jugaba con Luna, y Abelardo con Sirreyes. De ganar no arriesgaban nada y se llevaban cien pesos.

Sirreyes pidió al almacenero unos naipes nuevos y una botella de Ginebra. El pedido llegó más cuatro vasos y un platito con porotos.

Se pactó que el juego se realizaría sin flor y a quince puntos. Esto indicaba a las claras que había revancha y otros mil pesos más de apuesta. 

En las primeras dos manos, Luna y el Negro tenían diez porotos de ventaja.

La mesa de juego estaba iluminada por un candelabro, negro y torcido que colgaba de algún lado con cuatro velas, más dos velas sobre la mesa, la iluminación estaba a cargo del establecimiento. 

En tanto barajaba el Negro Fonseca, Sirreyes sirvió una vuelta de ginebra para todos. En ninguno de los rostros y menos aún los que arriesgaban su dinero se podría decir que se estaba jugando por simple distracción, más precisamente era a muerte.

La mano para Sirreyes venía,  bien y mal, el ancho de espadas y dos cuatros, lo mira casi sin mirar a su compañero y Abelardo le hizo la seña inconfundible, cerrando los dos ojos, no lo podía ayudar con nada. Pero mentir es la principal estrategia de este juego de naipes, y entonces:

-¡Envido!, -dijo Sirreyes-, sin cartas.

-Quiero! -le contestó Luna-, hoy no era su día, pero lo que le molestaba no era perder ni mil, ni dos mil, ni tres mil pesos, lo que realmente le jodía a Sirreyes era perder a manos de Luna.

La partida esa y la siguiente salió de mal en peor para el estanciero. 

El almacenero les alcanzó la segunda botella de ginebra, y el ambiente no era lo que se dice cordial.

Gumersindo Luna ya le había ganado a Sirreyes cuatro mil pesos. 

Y entonces le pareció que lo mejor, o lo más saludable era ir dando por terminado el encuentro. Mirándolo a la cara a Sirreyes antes de empezar a barajar le dijo, 

-Creo que por hoy es suficiente, -dijo Luna- y fue entonces cuando la ginebra, los malos recuerdos o de sólo bruto no más, le espetó en la cara, Sirreyes: 

-¡Vas a jugar hasta que yo te diga carajo!

Después de eso el rumbo de la reunión se estropeó para no mejorar.

-¡Pagame que hasta aquí llego yo! -dijo en voz alta Luna-.

Sirreyes estaba esperando esa contestación, alcanzó a manotear su pistolón y disparó turbado al pecho de Luna, que se la venía venir; se pudo retirar un poco, pero no le alcanzó, sintió el desgarro en su pecho. El negro Fonseca hizo un ademán como quien quiere calmar algo. Ya era demasiado.

Gumersindo Luna entendió que se le terminaba la vida, pero en un último impulso alcanzó a disparar su arma a la frente de Sirreyes, que cayó al instante desplomado.

Al día siguiente la gente del pueblo arrancó  con sus tareas de siempre, excepto por dos entierros. Nadie pagó la cuenta del boliche de la noche anterior.









google.com, pub-1339975393881543, DIRECT, f08c47fec0942fa0



sábado, septiembre 13, 2025

LA ARGENTINA VISTA POR FLORENCIO MOLINA CAMPOS

              La situación argentina se podría describir con un cuadro del famoso pintor argentino Florencio Molina Campos. En el cual, en medio de un potrero embarrado, un jinete trata de sostenerse sobre el lomo de un caballo zaino encabritado, mientras detrás de la empalizada, ocupando todo el perímetro, paisanos se ríen a carcajadas gritando y tirando sus sombreros al aire para enfurecer más al animal, esperando ver caer al jinete de bruces, para completar el jolgorio y la algarabía de todos.

Creo que no es necesario aclarar quién es quién, pero un cuadro solo muestra un momento, los acontecimientos posteriores pueden ser diversos. 

Entonces, tal vez, lo menos pensado puede ocurrir y justamente el poderoso y furioso animal, en lugar de quitarse de encima al jinete, se da cuenta que los borrachos detrás del alambrado también se ríen de él, y decide ayudar al joven dejando de pararse de mano, y comenzando a caminar calmo, para sorpresa de los desaforados brutos, que se abrazaban saltando y riendo esperando la caída estrepitosa del jinete al barro, para de ese modo descostillarse de risa.

Cuando la diversión terminó, los entusiastas y grotescos paisanos se tuvieron que retirar, no porque el jinete domó al caballo; se les terminó la joda porque el noble animal le permitió al joven continuar subido a su lomo…al menos por un par de años más. 





viernes, septiembre 05, 2025

EL ERROR

 


      Ir a trabajar no tiene grandes atractivos; desayunar; cambiarse; acomodar el portafolios; comprobar que llevamos la billetera; salir a la calle; saludar al conocido; caminar esas cuatro cuadras hasta el subte; esperar que el tren se detenga; subir; durante el viaje ordenar nuestras ideas para esa jornada; imaginar a esa reunión que no deseamos ir; llegar a nuestro destino.

Miguel realizaba esa sucesión de actos de lunes a viernes en forma mecánica y rutinaria. Ese lunes, le llamó la atención que gran parte de la gente de su vagón bajaron en estaciones previas, y en Carlos Pellegrini bajó todo el resto del pasaje, cuando el subte se detuvo en la estación Florida, después que se abrieron todas las puertas, Miguel,  comprobó al bajar que la estación estaba completamente desierta, su asombro fue aún mayor cuando se apagaron las luces, y todo el espacio quedó en penumbras; con su teléfono alumbró el camino para poder salir. En cuanto siguió caminando por el corredor vio la escalera de salida iluminada por la luz del sol; cuando empezó a subir, notó de inmediato que la calle estaba en silencio; por lo general el tráfico de la avenida provoca mucho ruido a esa hora, pero esta vez no. Evidentemente a esta altura de los acontecimientos algo muy extraño estaba ocurriendo en la ciudad, pero Miguel no podía comprender; al poner un pie en la vereda, la luz potente del sol lo deslumbró y sintió un calor sofocante. Cuando pudo ver con claridad, pensó en que había ocurrido un cataclismo, o un atentado devastador, o tal vez era un sueño, pero lo que veía era demasiado real para estar soñando.

A su frente, solo veía una extensión de médanos que se perdían en un horizonte ondulado y en lo alto sobre su cabeza, un sol despiadado; después de caminar solo unos pasos sobre aquella arena muy blanca, miró hacia atrás, y la salida del subte, su única referencia con la realidad, ya no estaba; solo dunas lo rodeaban. Miguel pensó que había enloquecido, o que había sufrido un serio ataque cerebral, no entendía en donde estaba, mejor dicho, no comprendía qué había ocurrido con la ciudad, su rutinaria ciudad, de todos los días.

Cuando comenzó a sofocarse por esa altísima temperatura colocó su portafolio sobre su cabeza y sacó de su saco sus anteojos negros para proteger sus ojos, después se quitó el saco y la camisa. No podía salir aún de su asombro, llegó a pensar que así podría ser la muerte, es decir, que algo le sucedió de un momento a otro sin darse cuenta, tal vez un paro cardíaco repentino; puso su mano libre sobre su pecho transpirado y sintió sus propios latidos. 


—¡¿Qué me está pasando?!, —gritó con desesperación—.


El calor era insoportable y comenzó a sentir sus brazos quemados por el sol, retrocedió a buscar su camisa y se la colocó. A pesar de mirar en todas direcciones siempre veía el mismo paisaje; dunas que un viento persistente comenzaba a mover, imaginó que así sería el desierto del Sahara, pero él había descendido en la estación Florida de Buenos Aires. De repente se le ocurrió utilizar el teléfono que lo tenía en el bolsillo de su pantalón, al encenderlo, este tenía señal, pulso de inmediato el número de un amigo, y el aparato comenzó a sonar, pero solo escuchó el contestador que decía:


—En este momento el usuario 11457 ... 63 no lo puede atender, intente más tarde.


Intentó con otros números y solo el contestador respondía siempre lo mismo. Intentó e intentó, pero parecía que estuviera solo en el mundo, nadie contestaba. Miguel comenzó a razonar que si su teléfono funcionaba, y un contestador respondía, era evidente que en algún lugar estaba ese contestador, y una antena relativamente próxima transmitía su llamada, pero sin lugar a dudas algo estaba pasando que él no alcanzaba a entender, ¿pero que?, se preguntaba una y otra vez. 

En un momento, sofocado por el calor, comprendió que en esa extraña situación, sin agua, moriría deshidratado, fue entonces cuando sintió un profundo terror y su mente se bloqueó. Cuando reaccionó, estaba arrodillado y la arena caliente quemaba sus rodillas. Pensó que este sería su fin, pero le molestaba no entender esa situación, ¿quién le había robado su vida, su ciudad, su trabajo, sus gustos?

Con sus ojos irritados por la arena, y su cuerpo ardiendo, se tendió boca abajo en la arena, pensando que cuanto antes ocurriera, mejor sería. 

Estaba aturdido y algo adormecido cuando, inesperadamente, sonó su teléfono. 


—¡Hola!, ¡hola! —gritó Miguel desesperado—


Al cabo de unos instantes, una dulce voz de mujer dijo:


—Si, Miguel, te pido disculpas, hemos cometido un error, sin quererlo modificamos un sector de tiempo, y tu estabas por casualidad en un lugar en donde no debías estar. Sentimos mucho lo ocurrido, pero son cosas que a veces pasan. —esa voz, se quedó callada—.


Con desesperación Miguel preguntó:


—¡¿Quién habla?!, ¡¿quién es usted!?.


Al cabo de unos instantes eternos para Miguel, la voz continuó diciendo:

 

—Mi nombre es Iyari, provengo de un sistema planetario muy lejano al tuyo, y nuevamente te pido disculpas. —nuevamente esa voz se calló—


A estas alturas Miguel no pensaba en perdonar a nadie, solo quería no morir, y entonces respondió:


—Te pido por favor si es que puedes hacerlo, me regreses a mi vida, aquí estoy muriendo de sed, no creo que pueda resistir mucho más. 


—Detrás de ti tienes agua, tómalo por favor —dijo esa mujer con más calma—


Cuando Miguel miró, a pocos metros de donde estaba, había un cántaro de barro, el mismo contenía agua; cuando tomó un primer un sorbo, pudo comprobar que era agua pura y fresca, la cual bebió con gusto. Algo más calmado, tomó nuevamente su teléfono y le dijo a aquella mujer desconocida:


—Gracias.


—No tienes que agradecer nada, nosotros somos los culpables de que sufrieras este inconveniente, solo debes decirnos, a qué lugar quieres ir, y allí estarás en el mismo instante que lo pienses; pero antes, es nuestra obligación recompensarte con lo que tu quieras, pero te advertimos que sólo puedes pedir un único deseo. —le dijo con serenidad esa voz a Miguel—.


Por la cabeza de Miguel pasaban miles de sensaciones e ideas algunas encontradas, por momentos pensaba que estaba muerto, después se decía que había enloquecido, que no era algo real lo que estaba experimentando; pero allí continuaba en ese recipiente su agua para sobrevivir, después de tomar otro sorbo, tomó nuevamente su teléfono y esto preguntó:


—Solo deseo no morir aquí, te pido si puedes, me ayudes por favor —dijo Miguel desconsolado— y esa misma voz de mujer le dijo:


—Te pido que tomes esto con calma, te reitero, hemos cometido una equivocación contigo, que aunque te la expliquemos no comprenderás. Debemos recompensarte por nuestro error, así funciona el universo, tienes tiempo de pedir un deseo hasta que se termine tu agua, si no lo pides en ese tiempo, regresarás a tu lugar de origen, pero perderás  una oportunidad que no todos en tu planeta pueden tener. 


—Si pido un deseo, y me lo conceden, ¿puedo si no me agrada, regresar a mi estado de vida normal? —le preguntó Miguel a esa voz en su teléfono—.


—Lamentablemente eso no es posible, una vez que elijas, tu vida tendrá eso que quieras, para siempre. —dijo esa voz dulce—.


Estimado lector, si tú tuvieras esa posibilidad que le otorgaban a Miguel, ¿cuál sería el deseo que te gustaría pedir?…Te ayudaré a pensar algunas posibilidades:


Ser un prestigioso rey

Ser un escritor 

Un bombero

Un soldado

Un hombre muy rico

Ser famoso

Ser feliz

Tener una casa

Tener un automóvil 

Ser médico 

Ser abogado

Ser un filósofo 

Ser joven

Ser viejo

Ser un empresario

Ser un jubilado

Ser un estudiante 

Un lector

Ser un extraterrestre 

Conocer el futuro

Poder ir al pasado

Vivir eternamente 

Ser un mago

Poder brindar deseos

Hacer feliz al que no lo es

Ser bueno

Ser malo

Hablar un idioma

Escribir

Poder viajar por el universo

Poder navegar

Poder viajar en avión 

Ser un perro 

Ser un gato

Ser un animal

Ser una planta

Ser un piedra eterna


Miguel, después de pensar;y pensar; y pensar; antes de tomar el último sorbo de esa agua cristalina…eligió un único deseo, tomó su teléfono y dijo:


—Quiero vivir mi vida, tal cual fue, desde el principio. 


La enfermera del hospital, se acercó al padre de Miguel, que aún no sabía que nombre le iba a poner, y le dijo con una sonrisa:


—Usted es padre de un varón señor.










google.com, pub-1339975393881543, DIRECT, f08c47fec0942fa0




lunes, septiembre 01, 2025

THE CARPENTER OF NOTRE DAME

 

In the early winter of the year 1340 in Paris; Notre Dame Cathedral already showed the dazzling and imposing figure of him. "Emmanuel", the largest bell weighing thirteen thousand kilos, arrived at the foot of the bell tower transported on a cart drawn by four horses that splashed the mud from the rain of the previous day.



—Gérard!, Gérard!, he wakes up, it's about time. —the young man's mother opens the window of the small room to ventilate—; The sun had not yet risen, the hasty woman knew that her son, her only family support, was waiting for a hard day of work.

In the kitchen, on the stove, a heavy pot heats a thick soup whose aroma fills the room with walls blackened with soot.

The young man, after getting up from his cot, goes to the patio to wash up, then, when he gets to the kitchen, he kisses his mother on the forehead and sits in front of the rustic wooden table that he built with his own hands.

While his mother serves him breakfast, Gérard remembers with a slight smile the body of his girlfriend Mirtha the night before in the barn.


"Yesterday Mirtha brought me eggs and ham," her mother told her as she placed a splinter of wood on the fire, "I don't know why she told me to take good care of you," the woman continued with a mischievous smile, looking at him out of the corner of her eye.


"I already told you, mother, that when the cathedral is ready, I'll start as a priest, so you don't have to worry, I'll never abandon you," Gérard said to her mother in a calm voice as if consoling her; After listening to it, her mother gave her a smack on the head saying:


"Liar! God will punish you."


They both laughed. The young man, after putting on his high-necked wool sweater and his cap, said goodbye to his mother and went to his work.

Gérard was a carpenter and had been working on the cathedral for five years. When he arrived, several men, like black shadows, warmed their hands over fires, which gave off thick smoke.

Gérard, also positioning himself in front of the comforting fire, observed the great bell that would be hoisted that same day to place it in his final position; the master builder had entrusted him with the construction of the huge scaffolding that would support the colossal weight, and coordinate the task of that day. The structure had been carried out in its entire height inside the south tower; The young man had to modify all this framework of wood so that the largest bell could pass and be hoisted by an enormous pulley, whose rope would be tied to a team of oxen controlled by several men to ensure that all movements were slow.

When the first rays of sun began to warm the air on that cold day, all the men prepared for the main task of the day.

Gérard, after joking with some of them about the resistance of his scaffolding, concentrated on that mission that, like any movement of heavy elements, has its risks. He agilely climbed to the highest part of the tower next to the pulley, carrying some coils of rope in case something unforeseen arose; six of his companions climbed the scaffolding and positioned themselves at strategic points to observe that the steel mass will not collide with any crossbar, which would cause a disaster. When the heavy animals began to move, the huge bell began to rise slowly; the whole structure creaked, but to Gérard's experienced eyes everything was fine.


—Come on, ladies, hurry up, I have an appointment with my girlfriend today! —Gérard yelled at all those rustic men who laughed, because they knew that Gérard knew his work very well, and they trusted him.


The heavy load rose slowly, when it reached a height of about forty meters, Gérard gave a forceful order:


—Stop, gentlemen! —they all obeyed the indication immediately—; Gérard placed himself in a position that allowed him to see if the edge of the bell could pass through a very narrow and dark sector of the scaffolding, for which he lit a lantern and lowered it there tied to a rope, after checking that everything was in order. well, he shouted to his companions:


"Keep going guys!"


The last section that remained was wide enough so that there was no problem, Gérard felt more relaxed; when suddenly the characteristic sound of breaking wood was heard; one of Gérard's companions who was in the lowest sector immediately shouted:


—It is here Gérard, the column, it does not support the weight!.


Gérard, after ordering them to stop the work, took a coil of rope, crossed it over his chest and began to go down as fast as possible; when he arrived at the place he observed the thick prop was badly damaged; he immediately wrapped the rope around the crack like a bandage; but the rush to avoid the landslide that would kill his companions caused her to wrap the rope twice behind his waist; when he finished, he realized that he was attached to the thick stanchion, now secured, but with no chance of release.


However, knowing the consequences, he gave the order:


-Let's continue!


At the first tug on the thick rope that allowed the heavy bell to climb, the prop creaked once more; Gérard thought that everything would collapse, and managed to shout to his companions:


"Get down immediately, as quickly as possible!"


His companions did so; the ascent of the bell stopped, and the structure supported the weight, but Gérard's forces did not; he was left tied there without anyone being able to help him. After they propped up the sector where Gérard's body was, his companions cut the thick ropes that held him and lowered him carefully; Thanks to his courage, he was able to save the lives of six of his collaborators.

When in the afternoon they appeared at Gérard's house; the master builder, a priest, and two of his companions; Gérard's mother, opening the door of the humble house, immediately understood what had happened, and she only said:


"Bring my son now, it will be very cold tonight, and I have dinner ready for him."


Gérard's companions carried him to his house, lying on a plank, and placed him in the only possible place in his house, on the kitchen table. Gérard's mother cleaned his face and combed it slowly, weeping all her impotence and bitterness; after her, she took off his muddy shoes and placed them near the fire to dry, then she lit a candle on the mantel that lit a crucifix and placed the pot on the stove to heat dinner.

His workmates lit a bonfire in the narrow alley prepared to spend that sad and cold night.

When Gérard's young girlfriend entered the house, she did not feel what she fearfully expected; there, on that rustic table, his beloved Gérard was no longer there; she only managed to kiss those icy hands and after hugging the mother of his boyfriend, he left that place crying never to return; she still without knowing it, still had a future; not so Gérard's mother; all her illusions and her future lay there, on that table, which she held to her now inert only son.

Gérard's companions entered the kitchen in small groups in the dark with their caps in hand to give the last greeting to their dear friend, when they left, someone unknown offered them a bowl of hot soup.

These men around the makeshift bonfire that illuminated their hard faces, warmed their hands on that icy night; they were men of flesh and blood, that history never remembers; despite many times leaving their own lives in those majestic constructions, which seem to be eternal. Many of them, after receiving this hot food from the hands of unknown women, thought that Gérard himself offered it to them with his own hands to calm his hunger as a farewell to a friend... perhaps it was so.

When the sun began to rise above the humid roofs; Gérard's mother opened the door with her apron crumpled in her hands, and addressing all these men, she said in a firm voice:


— Now you can take it, now it belongs to you, I know it will be in good hands.


Gérard's six companions who owed his life to them presented themselves and accommodated him for his last trip on the plank on which they brought him to his mother; someone offered a cart for vegetables to carry it comfortably, but his friends did not want to, they preferred to carry it by hand as a humble tribute; behind them all the other workers accompanied them in a long column, which moved among the townspeople who were silently observing the procession.

When they crossed the farmhouse, the sun illuminated Gérard's face and a breeze moved his hair, the companion who saw his face seemed to give him his last smile, saying a grace from the height of his scaffolding.

When all that group of humble men and women arrived with Gérard's body at the cathedral, the main portal was open waiting for him; They entered it through there and slowly walked through the entire central nave where high scaffolding and thick ropes that reached the floor were still visible. In front of the altar, they placed the plank with Gérard's body on two trestles; three religious offered him a mass, and one of the men whose life the young man saved could not contain himself and shouted out loud:


—Goodbye dear friend, you will always continue to take care of us!


Time passed and the biggest bell is still there, it is the only one that no one could lower... perhaps the brave Gérard takes care of it. All those men and women who lived in that time, today are only shadows of a forgotten and distant past.

Somewhere on the floor of the immense cathedral, there is a small marble slab, on which one can read.


"Here rests Gérard, the brave carpenter of Notre Dame 1320 - 1340."


google.com, pub-1339975393881543, DIRECT, f08c47fec0942fa0

sábado, agosto 16, 2025

HISTORIAS DE UN PESCADOR QUE SUPO CONQUISTAR EL MAR (segunda entrega)


                                                        
              Todos podemos contar historias, pero agregar a la mismas nuestras vivencias con destreza y naturalidad, no es tan simple.
Cuando el relato describe lo vivido con la emoción de esos momentos, nos permite también a nosotros disfrutar del viento, el mar brillando bajo el sol, y la alegría de lo gratamente inesperado.
En estas dos historias, su protagonista, el señor Hector Daniel Miguélez, nos permite vivir esos momentos junto a él. 
Espero que las disfruten

F.B.


EL BANCO DE ROCAS.

Trabajar en el Acuario resultó para mí una fuente inagotable de aventuras y de situaciones que hoy recuerdo como bellas anécdotas. Tal vez algún día me anime a unirlas, como pequeños eslabones que forman una cadena, y pueda narrar así una historia más compleja, y a la vez más apasionante; pero con la misma cautela con que aprendemos a caminar, paso a paso, seguiré construyendo ahora esta narración  con pequeños relatos...
…mientras limpiaba las peceras no podía dejar de pensar en las palabras de Roberto, el dueño del Acuario, diciéndonos que el fin de semana iba a embarcarse en Mar del Plata, para traer nuevas especies  para las peceras, y que uno de nosotros  iba a acompañarlo. Pero el viaje había que ganárselo esmerándose en la tarea diaria, condición para la que no tenía problemas porque me gustaba realmente mí trabajo; sin embargo, a pesar de que me rebalsaba la ilusión, no tenía muchas esperanzas  porque era el más nuevo de los empleados, y pensaba que Roberto elegiría a uno de más antigüedad. Seguía enfrascado en estos pensamientos, envuelto en increíbles imágenes que me transportaban mar adentro, cuando se acercó Roberto, y entregándome un par de comprimidos blancos me indicó que tomara uno al acostarme y otro a la mañana, acompañado con un desayuno muy ligero. Ante mi  asombro me explicó que eran para no marearme, y que pasaría a buscarme por mi casa muy temprano. 
Apenas pude dormir esa noche acosado por la ansiedad, y por unas ráfagas de viento entretenidas en silbar entre las tejas, que amenazaban con encrespar el mar y dejarme sin pescar. A las cinco de la mañana la Chevrolet roja se detuvo en la puerta de casa, anunciándose con un bocinazo. La carrocería mojada mostraba que había llovido, lo que se reflejaba también en el ánimo de Roberto. En cambio el viento había disminuido y  soplaba del sector noroeste, por lo que decidió hacer el viaje. 
Llegamos a Mar del Plata casi sin hablar, enfrascados durante todo el trayecto en escudriñar el horizonte, como si nuestro esfuerzo pudiera ser premiado con el rojo resplandor, promesa de un día de sol. Amanecía cuando estacionamos la camioneta junto a la banquina. Una gran actividad se desarrollaba a bordo de las lanchas amarillas y muchas ya se hacían a la mar. Esto levantó nuestro estado de ánimo, que mejoró totalmente cuando vimos aparecer al capitán. La nave contratada por Roberto era una lancha de diez metros, modificada para el transporte de pasajeros y la pesca deportiva, por lo que era mucho más confortable que la de los pescadores. Poner los pies sobre su cubierta fue para mí una de las sensaciones más fuertes; extraña conjunción de coraje y temor, latiendo al son de un corazón enloquecido. 
Salimos del reparo del puerto acompañados por un cardumen de lisas que agitaban el agua con sus saltos.  La superficie de a poco se fue ondulando, y ya en mar abierto las olas golpearon contra el casco, agitando notablemente al barco. El motor rugía con firmeza y rubricaba su potencia con una ancha estela, sobrevolada por una nube de gaviotas blancas. Yo iba sentado sobre la cubierta de proa, recostado contra el frente de la cabina del capitán, que timoneaba la embarcación mientras charlaba con Roberto. El sol ya alto en el horizonte pugnaba por imponerse a los últimos nubarrones, dispersados por el viento oeste que ahora soplaba con intensidad. Pronto Mar del Plata desapareció de nuestra vista, devorada por una bruma que lentamente la fue cubriendo. Una lancha amarilla que nos acompañaba desde la salida del puerto, se despidió con un toque de sirena y tomó rumbo sur. Nuestro capitán respondió el saludo y señalando a Roberto un grupo de barcos que se veía a lo lejos, aceleró el motor imprimiendo más velocidad a la embarcación. Avanzando siempre hacia el este llegamos hasta ellos; eran siete u ocho, y estaban anclados formando una media luna, separados unos de otros por unos doscientos metros. Pasamos por detrás de ellos y silenciosamente ocupamos nuestro lugar en uno de los extremos de la formación. 
Tiramos ancla en un banco de rocas de doce metros de profundidad, a dos horas de la costa. El agua era extremadamente cristalina y reflejaba una increíble coloración azul. El capitán puso en el centro de la cubierta de popa un cajón con anchoítas cortadas en cuadraditos, y dándonos una caña nos indicó que comenzáramos a pescar. Yo fui el primero en dejar caer la línea al agua; al instante sentí un fuerte tirón y en contados segundos tres besugos colgaron ante mí, asombrándome con su fantástico color rosado, que nada tenía que ver con el que uno suele verlos en las pescaderías. El sol ya victorioso sobre las nubes se reflejó en sus escamas, iluminándome el rostro y llenándome de felicidad. Tiro tras tiro tres peces, tal era el número de los anzuelos, engrosaron nuestras bodegas. En su mayoría besugos rosados, y algún que otro mero o corvina, que invariablemente venían en el anzuelo de abajo, cuando la línea llegaba al fondo antes de sentir un pique, lo que ocurría muy pocas veces. 
Cuando la bodega estuvo llena el capitán levantó el ancla y dirigió la embarcación a la periferia del banco de rocas, donde los besugos eran menos abundantes. Allí logramos pescar sargos, chanchitas, cocheritos, besugos blancos o papamoscas, unos cuantos meros, corvinas de buen tamaño, y por supuesto más besugos. Pero esta vez los peces fueron embolsados con agua y oxígeno, y colocados en recipientes de plástico para evitar daños durante el transporte. Puedo asegurar que aquella fue una jornada inolvidable, aunque la pesca en sí perdió su encanto, por ser tan abundante y carecer de expectativa; nada más lejos de la pesca deportiva, que conoce el sabor de la espera y hasta el de la escasez. Sin embargo el objetivo de Roberto no era el deporte, sino el de llevar alimento y especies nuevas al Acuario, y en ese sentido fue todo un éxito. 
Yo guardo como tesoro esa sensación de pequeñez que produce en el hombre la inmensidad del mar; un mar que nos entrega todo... pero cuando él quiere. Capricho que el hombre que vive de sus aguas sabe que debe respetar.                                                                 

                                                                                     HECTOR DANIEL MIGUELEZ

                                                                 
EL CATAMARÁN.

Aguardaron el paso de la ola, y corriendo sobre la espuma se apresuraron a meter el bote en la canaleta; el timonel lo abordó de un salto y puso el motor en marcha, mientras sus compañeros lo sostenían pacientemente desde el agua, acompañando cada ondulación que mansamente los elevaba, y que rompería en torbellino en la playa. Esta espera duró unos minutos, hasta que se produjo un claro en la segunda línea de rompientes; entonces el bote y su tripulación partieron a toda máquina, dejando una nube de humo suspendida sobre la estela blanca...Esta imagen me despertó una sonrisa y abrió el almacén de los recuerdos, precisamente el cajón donde guardo los momentos de mi vida transcurridos en “el Acuario”; lugar que amé profundamente y que tuvo particular trascendencia en muchos aspectos de mi vida. Hablar de él me provoca una dulce nostalgia, que se convierte en amarga tristeza cuando paso por el lugar y veo el estado en que se encuentra. Pero en mi corazón está intacto y tal vez algún día pueda recuperarlo, aunque sea en mis relatos. Pero volvamos a la imagen que despertó mi sonrisa; esa de un bote penetrando en el mar azulado, saltando sobre la superficie como un potro desbocado...tan diferente al viejo catamarán, impulsado por un desvencijado Yumpa, con que entrábamos a pescar para el Acuario. Basta con  decir que estaba construido con dos flotadores de hidroavión, como esos que podían verse desde la costanera descansando en el Rio de la Plata, unidos por un andamiaje de hierros, coronados con una plataforma de madera. En el centro de esta cubierta había una tapa rectangular que gracias a unas bisagras se podía levantar, dejando abierta una boca de la que colgaba hasta el agua una red, en la que metíamos los peces hasta el momento del regreso. Los flotadores, pintados de naranja, tenían tres o cuatro compartimentos estancos que Roberto, hijo mayor de Don Carlos, y dueño del Acuario, había hecho rellenar con bolitas de telgopor, lo que hacía a esta embarcación  totalmente segura e insumergible. Sobre la plataforma, un poco hacia la proa, había un amplio cajón de madera destinado a guardar los elementos de pesca, un par de anclas y un gran número de sogas, junto a las bolsas de nylon y el tubo de oxígeno, que usábamos para embolsar los peces al regresar. Este mismo cajón servía de asiento al timonel, por llamarlo de alguna manera, que con dos enormes remos de pino tenía la función de mantener a la nave en posición, mientras otro marinero luchaba a brazo partido por encender el viejo motor; todo esto si es que conseguíamos meter el bote al agua, tarea nada sencilla. Un camión guerrero al que llamábamos microneta, aunque nunca supe bien porque, nos permitía cruzar la duna y llegar con el trailer hasta la playa, donde entre cuatro o cinco personas, esfuerzo mediante, lográbamos depositarlo en la arena, lo más cerca posible de la orilla. Arrastrarlo hasta el agua, y trasponer la primera barrera de olas, nunca estaba libre de caídas y de una buena cosecha de golpes; y es que la embarcación era segura pero muy pesada, por lo que había que buscar condiciones muy favorables en el mar, o este expulsaría con facilidad nuestro catamarán, regresándonos al Acuario sin pescar. Pero cuando teníamos éxito y conseguíamos dejar atrás las rompientes, nuestra embarcación realmente no tenía igual; navegaba separando el agua que parecía acariciar a su paso los flotadores, mientras a popa una tenue estela evidenciaba que, aunque lentamente, a paso firme nos alejábamos de la costa. Solíamos anclar con dos anclas, para evitar la deriva y lograr más estabilidad, y pescábamos con líneas de mano, con un par de anzuelos que encarnábamos generalmente con calamar. Roberto, que trataba de no perderse estas salidas, era el encargado de desenganchar las piezas y volverlas al mar, pero dentro de la red que colgaba del catamarán. Si pescábamos lejos de la costa, debido a la mayor profundidad, a algunos peces como  las corvinas había que desinflarles la vejiga natatoria, porque de lo contrario no se podían hundir y quedaban flotando de costado sobre la superficie. Para esta tarea Roberto llevaba una jeringa de vidrio con aguja, que introducía entre las escamas hasta llegar a la vejiga; que una vez vacía volvía a llenarse lentamente, de acuerdo a la presión de la nueva profundidad marcada por los límites de la red, que coincidía, lógicamente, con la que el pez encontraría en los acuarios. Concluida la jornada de pesca colocábamos los peces en las bolsas de nylon, con un poco de agua, y las inflábamos con oxígeno. Esta forma de transporte garantizaba una gran supervivencia, por lo que a poco de llegar podíamos observar a los peces nadando en las peceras, comprobando su adaptación en la velocidad con que tomaban el alimento. Con el tiempo Roberto compró un bote neumático, y el viejo catamarán fue abandonado a un costado de la puerta de entrada al taller del Acuario. Por algunos años los chicos se entretuvieron jugando en su plataforma, imaginando seguramente maravillosas aventuras. Sin embargo, el olvido comenzó a acosarlo, y la falta de mantenimiento lo fue destruyendo, lenta pero inexorablemente. Entonces el mar, su viejo amigo, conmovido le envió su abrigo, que en forma de duna lo fue cubriendo, ocultando sus restos de las miradas indiferentes. Pero yo lo recuerdo perfectamente, y aunque he pescado muchas veces en botes neumáticos, fue sobre su cubierta donde pasé los momentos más bellos, y desde donde realice las pescas más espectaculares. Nunca voy a olvidar sus flotadores, que conquistaron cielos y mares, ni la imagen de mis manos pintándolos con naranja, un color que parecía gozar de cierta preferencia en la familia Gesell.      

                                                           
 HECTOR DANIEL MIGUELEZ