Esto que les contaré le ocurrió a un buen hombre, jubilado, ex leñador, que se llamaba Jorge; su entretenimiento principal era charlar y escuchar música clásica con el único y mejor amigo de toda la vida, su perro, un San Bernardo llamado gigante, que lo escuchaba hablar solo, y disfrutar ambos del calor de una vieja salamandra, cuando en aquellas noches del sur, la nieve caía copiosamente sobre el techo de su pequeña cabaña.
Ser un ermitaño es una condición que algunos eligen como estilo de vida, no está mal ni bien, ¿a quien le puede interesar cómo vive un desconocido?. Cada cual posee su gusto, y puede vivir de la forma que quiera, no está escrito en ningún lado cómo se debe vivir. En el pueblo Jorge era considerado un extraño viejo ermitaño, esa distinción se la había ganado a lo largo de los treinta años en que desembarcó en aquella comunidad, a pesar de algunos vecinos que en dos ocasiones lo invitaron a la fiesta por la celebración del comienzo de la temporada de pesca y por el día de la primavera, nadie más intentó persuadirlo; cuando llegaba al almacén de ramos generales en su vieja camioneta, gigante se quedaba de custodia en la caja y recibía las caricias de todos los chicos presentes, moviendo su cola pausadamente; no faltó quien sentenció que el perro era más simpático que su dueño.
Después de hacer las compras y dejar todas las provisiones en la caja de su camioneta, Jorge pasaba por el correo para retirar un paquete de forma extraña que nadie podía identificar que contenía. El encargado del correo era un joven que no intercambiaba palabra con Jorge más allá de lo indispensable para la transacción comercial, no obstante, le interrogaba mucho esos paquetes cuadrados, chatos y livianos que Jorge todos los principio de mes retiraba con su cara incorregiblemente seria, en una oportunidad el paquete fue más grueso de lo común y más pesado; fue motivo de comentario en el pueblo, incluso el peluquero que por su actividad tenía la posibilidad de un acercamiento y una pequeña charla con Jorge, no lo logró, a pesar de saber vida y milagro de todos, Jorge consistía para él un valla de piedra infranqueable, en esas sesiones de corte, el silencio era doloroso.
—¿Cómo desea que le corte, señor Jorge? —le decía el peluquero mirándolo por el espejo, esperando alguna vez al menos una pequeña referencia a otro tema, como la nieve, la leña, cualquier cosa, pero no, la respuesta era concisa y simple—
—Como siempre. —eso era lo único que decía Jorge, durante todo el servicio…y al final:
—¿Cuánto le debo? —allí terminaba toda la relación comercial de Jorge con su peluquero—.
Unos días antes de comenzar el invierno Jorge fue al pueblo para provisionarse, porque con las nevadas podía ocurrir que el camino desde su casa, se convirtiera en intransitable, por lo cual era conveniente tener todo lo necesario, fundamentalmente lo referido a comestibles, sin descuidar lo obvio que era tener la leñera completa, esta última cuestión podría definir la vida o la muerte de una persona en estos lugares inhóspitos.
Después de realizar todas las compras, solo le restaba retirar su encomienda en el local de correos, pero allí algo había cambiado: en lugar de atenderlo el joven de siempre había en su lugar una mujer.
—Buenos días señor, ¿qué deseaba? —le dijo muy amablemente esa señora que a primera vista parecía más joven que él, pero esos ojos claros dejaron al solterón y taciturno Jorge descolocado, tanto que había olvidado a lo que venía—.
Se quedó allí parado mirando a esa señora detrás del mostrador, que al ver que Jorge no decía nada, le repitió la pregunta algo preocupada:
—¿Lo puedo ayudar en algo?, yo soy nueva en el pueblo y no conozco las costumbres de aquí, mi sobrino tuvo que viajar a Buenos Aires y yo atenderé el negocio durante este mes.
Jorge, reaccionó de su asombro, y con cierta dificultad dijo:
—-Solo vengo a buscar mis discos… mejor dicho mi encomienda a nombre de Jorge.
La señora se desplazó desde el mostrador a la estantería de las encomiendas y al quedar a la vista de Jorge, este comprobó que la mujer se movía en silla de ruedas. El paquete de jorge se encontraba a una altura de la estantería que la señora era imposible alcanzar, al interpretar esto Jorge se apresuró a tomarlo y entregarlo a la señora, la cual con una amplia sonrisa le dijo:
—No son míos sus discos, son suyos. —extendiendo su brazo para que Jorge los tomara, con esa sonrisa que perturbó a aquel hombre maduro—.
Jorge agarró el paquete, y sin decir palabra, salió del local como si hubiera cometido la peor torpeza de su vida. Cuando se sentó en su camioneta junto a su perro, Jorge se quedó allí inmóvil, sin saber qué hacer, jamás le había pasado algo así con una mujer. De pronto, se dio cuenta que no había pagado el servicio de encomienda, tenía que regresar allí y enfrentar su desafortunada actitud, pero otra cosa no podía hacer, porque de lo contrario esa amable señora lo tomaría por un loco, o un ladronzuelo. Cuando se decidió, encaró hacia el local y al abrir la puerta la señora lo recibió con esos ojos y esa sonrisa que a Jorge lo dejaba mudo e indefenso.
—¿Se ha olvidado algo Jorge?, discúlpeme por no presentarme antes, yo me llamo Adriana. —en tanto le decía esto esa mujer, se acercó en su silla de ruedas y le extendió su mano—
Después de retribuir el saludo, Jorge le explicó que se había olvidado de pagar, entonces la señora Adriana le dijo que pensaba que ya estaba pago y agregó:
—No creo que usted sea un ladrón, no me parece —y una vez más esos ojos luminosos y claros terminaron de perturbar a ese viejo solitario, magullado por la soledad, al que nadie podía arrancarle una sola palabra—
—En verdad, últimamente me olvido de las cosas— después de decir esto Jorge pensó que había dicho una estupidez, pero ya lo había dicho—.
—Quien no se olvida de algo, a mi me sucede todos los días—le respondió Adriana con seriedad a Jorge —, cuando enseñaba en el conservatorio de música en una oportunidad que se festejaba fin de año, organizamos un festival, y yo tenía que interpretar una pieza para piano; no me va a creer, me quedé tildada con mi mente en blanco y no pude hacerlo, no pude.
Cuando Jorge escuchó lo dicho por Adriana se sorprendió gratamente de la habilidad de ser pianista, y tuvo un motivo perfecto para continuar con la charla.
—¿Qué tema? —le preguntó Jorge más calmado, sintiéndose en su terreno predilecto—.
—Claro de luna— le respondió Adriana mirándolo a los ojos.
—Qué tema famoso, sin duda los temas para piano de Beethoven a mi me encantan, son obras magistrales —le dijo Jorge a Adriana, a lo que ella le preguntó:
—¿le gusta a usted la música Jorge?.
—Sí, la música clásica es parte inseparable de mi vida, de joven soñaba ser pianista como usted, pero mis padres no podían pagarme un conservatorio y menos aún comprarme un piano; por lo cual opté por adquirir el mejor tocadiscos que pude, que aún conservo, y colecciono discos de pasta, poseo una colección que me enorgullece— cuando Jorge le dijo esto a Adriana, esta lo miró sin decir una palabra, porque había quedado sorprendida; no se imaginaba que ese hombre alto, de barba espesa, con apariencia de leñador, tuviera oído y gusto por la música clásica, su pasión de toda la vida—.
La charla se prolongó varias horas, hasta que el ladrido de gigante, reclamaba atención, era su hora de comer y aún estaban lejos de casa.
En el trayecto a la cabaña que duraba aproximadamente media hora si el camino estaba bien, Jorge lo realizó como si flotara en una nube, su perro apoyando su enorme cabeza sobre su pierna lo volvía a la realidad. Cuando llegaron, su distracción continuaba, gigante necesitó ladrar varias veces, para que su amo le sirviera su alimento. Recién entrada la noche, Jorge comenzó a tomar conciencia que esa mujer en silla de ruedas, pianista, de sonrisa dulce, lograba atraerlo mucho más que su música.
A la mañana siguiente Jorge comenzó a pergeñar de qué modo podía encontrar una excusa para tener que ir nuevamente al local de correos; se le ocurrió enviar una carta a un primo que ni siquiera sabía si aún vivía. También se preocupó al verse en su pequeño espejo, y comprobar que su aspecto era demasiado rústico, antes de conocer a esa mujer esto ni siquiera le preocupaba en lo más mínimo, pero ahora todo había cambiado. Se quitó toda la barba, buscó su mejor ropa, y se puso a zurcir lo mejor que pudo un viejo pullover atacado por la polilla, después de revolver todos los cajones encontró un agua perfumada que aún mantenía su fragancia, como no poseía un espejo grande se paró sobre un banco y se observó en el reflejo de una ventana, quedó conforme observando solo esa figura difusa que correspondía a su persona. Su perro lo miraba recostado desde un rincón quizás pensando que algo raro le pasaba a su amo. Por último Jorge buscó entre sus cientos de discos y extrajo uno de ellos.
En el trayecto al pueblo, no estaba muy seguro de que hablaría al reencontrarse con Adriana, pero algo se le ocurriría.
Cuando entró al local, allí estaba Adriana, para él, más linda que el día anterior. Adriana no pudo dejar de observar el asombroso cambio de aspecto de Jorge, pero no le pareció correcto expresarlo, trató de tomarlo con normalidad, pero cuando a una mujer le atrae un hombro nada pasa a ser normal. Adriana no se imaginaba que aquel hombre, que había aparecido en su vida de la nada, también sentía por ella, una mujer en silla de ruedas, una atracción tal, que se comportaba como un adolescente.
La discapacidad de Adriana producto de un lamentable accidente cuando era muy joven, marcó su vida para siempre, y aquella tarde del festival, cuando no pudo interpretar su pieza musical, no fue por olvido, se debió a que su ingenua ilusión amorosa se frustró de golpe; ese joven que a ella le gustaba se presentó en la fiesta con su novia. Desde ese día, Adriana cerró para siempre la puerta que nos permite ser felices compartiendo nuestra vida con otra persona.
—Que sorpresa Jorge, usted por aquí —le dijo Adriana a Jorge con lo que ella pensaba que era su único atractivo, la simpatía de su rostro—.
Jorge expuso primero su excusa del envío de una carta para su primo, después de enviarla, tomó coraje y le dijo a Adriana:
—Le he traído un regalo que espero le agrade — después de decir esto, Jorge le entregó a Adriana un disco, ella quedó más que sorprendida y al ver la portada comprobó que se trataba de "Claro de Luna" — En realidad ese tema en particular le traía a Adriana un recuerdo que prefería olvidar, pero como Jorge no conocía ese hecho le agradeció el regalo diciendo:
—No era necesario este obsequio Jorge, me encanta, solo que lo podré escuchar cuando regrese a Buenos Aires, aquí no tengo tocadiscos.
Jorge no dudó un instante, tampoco midió en las consecuencias y respondió:
—Si usted lo desea, cuando quiera puede venir a mi casa y podrá escuchar muchos otros temas clásicos. —Después de decir esto Jorge imaginó que Adriana podía tomar a mal semejante propuesta de prácticamente un extraño, y se rectificó diciendo:
—También si lo deseas puedo traer mi tocadiscos a aquí, lo subo a mi camioneta y listo. —Jorge quedó esperando una respuesta que se hizo esperar unos instantes interminables, y por fin Adriana le respondió:
—Si usted me lleva y me trae, con gusto puedo ir a su casa, pero le advierto que mi discapacidad suele causar muchas molestias para los amigos, me tienen que bajar, subir y trasladar de mi silla constantemente, y la verdad no deseo ser una carga para nadie. —después de decir esta advertencia Adriana se quedó mirando fijamente a Jorge, que pensaba para sus adentros:
—Adriana… yo sería capaz de trasladarla a usted el resto de mi vida…siempre que usted me lo permitiera. —pero solo le dijo que no significaba ninguna molesta, al contrario—
Adriana le brindó a Jorge una amplia sonrisa y después dijo:
—Lo espero el viernes a las tres de la tarde, yo preparé algo para el té.
Después de concretar esta cita, ambos quedaron con enormes interrogantes, él, con la idea si Adriana solo lo consideraba como un amigo amante de la música, y ella, si su condición de mujer disminuida podía agradar a un hombre como Jorge; ya había sufrido una enorme y frustrante desilusión de joven, no deseaba algo igual, ahora de grande.
Esos tres días hasta el viernes, Jorge trató de arreglar lo mejor que pudo su cabaña aunque consideraba que era una batalla perdida, la casa de un soltero y desprolijo no se puede convertir en algo respetable en solo tres días; no obstante trabajó hasta de noche, primero tiró todos los trastos viejos, después cepillo con agua y jabón los pisos y paredes, una tarde entera tardó en arreglar el viejo termo tanque para que el baño y la cocina tuvieran agua caliente, y hasta reparo cinco goteras del techo, Jorge terminaba la jornada agotado, su fiel amigo gigante lo observaba echado desde un rincón, quizás interpretando que su amo se había vuelto loco.
El día de la cita llegó y Jorge acudió puntual al encuentro con Adriana, que dejó a una amiga a cargo del negocio. A esta altura de los acontecimientos todo el pueblo sabía de esa cita, solo restaba esperar cómo se desarrollarían las cosas. Muchos pudieron ver cómo Jorge salía del negocio con Adriana, empujando su silla de ruedas y cuando la tomó en sus brazos para sentarla en su camioneta con una suavidad enorme.
Adriana lucia un pulover de colores, pantalones y bufanda, que entonaba con su cabello negro no muy largo, despejando su cara mediante una bincha negra, y en su brazo una pequeña sesta; cuando la camioneta arrancó su amiga los saludaba desde la puerta del local.
El viaje fue muy placentero para ambos y surgieron los rumores del pueblo, Adriana le contó a Jorge que durante los tres últimos días, no menos de diez señoras se acercaron al local para disimuladamente enterarse de su amistad. A esto Jorge le comentó que sabía que su perro era más apreciado que él en el pueblo, pero que no entendían que sus gustos nada tenían que ver con la pesca o los festivales y él no podía disimularlo.
Después de una curva del camino Adriana pudo ver el mundo de Jorge en primer plano; su cabaña con su chimenea humeante, enmarcada en un fondo de altas montañas de picos nevados, mostraba su rústica construcciones típica de la zona y su clima, con paredes de piedra y cubierta a dos aguas de chapa, a la izquierda de la pequeña galería una leñera repleta hasta el techo señal de previsión por parte de su dueño, a la derecha un arroyo, en el que se deslizaban los primeros trozos de hielo antes de congelarse todo, y el majestuoso gigante, sentado frente a la puerta observando a los recién llegados.
Después de bajar la silla de ruedas de la caja y ubicar a Adriana en la misma, gigante se acercó corriendo y se paró frente a Adriana, después de mirarla colocó su enorme cabeza sobre su falda, cuando Adriana lo acarició varias veces pronunciando su nombre, el enorme perro si hizo a un lado y acompañó a la invitada hasta entrar moviendo su cola.
Cuando entraron, Adriana quedó sorprendida por la calidez de ese lugar, en donde no se observaba lujo alguno, pero unos sillones bien dispuestos flanqueaban a un ventanal enorme que permitía ver todo el valle, la salamandra encendida brindaba calor y su fuego sensación de hogar, gigante entró último y se acomodó en su rincón compartiendo todas las novedades.
Adriana observó el tocadiscos, junto a una estantería repleta de discos, y una pequeña biblioteca.
Jorge sentía que a su viejo hogar había ingresado una reina y él era el rey, no solo de la comarca, también del mundo entero.
La tarde transcurrió apacible, escuchando una selección de música que Jorge había preparado, que Adriana no dejaba de elogiar y comentar cada tema que comenzaba.
Ambos disfrutaban de esa tarde de música, charla, mazas, risas y té, sin darse cuenta que una copiosa nevada había comenzado y no pararía por tres días.
Cuando Adriana consideró que era hora de regresar, la nieve tenía una altura de cincuenta centímetros, esto impedía el regreso; por lo cual; lo evitable se convirtió en inevitable; Adriana y Jorge, deberían pasar la noche juntos en esa cabaña.
Después de cenar, Adriana y Jorge tomaron café y charlaron de muchísimas cosas, el fuego de la estufa brindaba un clima muy especial en esa noche de nevada. Adriana le dijo a Jorge que estaba cansada y quería acostarse, Jorge la alzó en sus brazos y la recostó en la cama, ella le dijo que se arreglaba sola; Jorge salió de la habitación y cerró la puerta, después de cargar la estufa con leña, se acomodó en uno de los sillones y se tapó con una manta, no había pasado media hora, cuando Jorge escuchó eso que deseaba hacía muchísimo tiempo, algo que pensaba no sucedería nunca más en todo el resto de su vida, la voz de una mujer lo llamaba.
Cuando entró en la habitación, Adriana estaba recostada y mirándolo a los ojos, le dijo:
—Jorge, no quiero estar sola en esta cama, deseo que me acompañes.
A partir de esa primera noche juntos, la vida que siguió para Adriana y Jorge fue esa vida que ambos sabían que existía pero pensaban que no para ellos, consideraban que ser feliz no estaba en sus proyectos de vida.
Jorge por la mañana le servía a Adriana el desayuno en la cama, y lo acompañaba con un ramito de flores silvestres; para él, atender a esa mujer, su mujer, le devolvió veinte años; ella, preparaba el almuerzo y la cena, cuando Jorge realizaba algún trabajo fuera, ella se quedaba en compañía de gigante que a estas alturas si Adriana, no alcanzaba alguna cosa ubicada alta, comenzaba a ladrar, para que Jorge viniera en su ayuda. Para Adriana Jorge era buen mozo, fuerte y bueno, qué más podía pedir ella de un hombre; su hombre.
Ese invierno transcurrió como un sueño, incluso en dos oportunidades fueron al pueblo para que las habladurías e intrigas se convirtieran en certezas, Adriana y Jorge compartían sus vidas a plena luz del día, para que todos se enteraran, y en privado durante todas las noches.
Ese invierno estaba terminando y Jorge le había prometido a Adriana que para la primavera realizaría un cobertizo para que juntos pudieran cultivar verduras y flores. Así lo hizo, y los primeros días de septiembre, cuando estaba preparando el lugar, y colocando los primeros postes de madera comenzó a ladrar gigante que estaba con Adriana. Cuando Jorge fue a ver qué pasaba, encontró a Adriana sentada en su silla de ruedas frente al ventanal llorando. Cuando le preguntó angustiado que le pasaba, Adriana le dijo que no sabía dónde estaba y le preguntó quién era él.
—Adriana, soy yo, Jorge, ¿qué te ocurre? —dijo Jorge preocupado, sin entender, Adriana lo seguía mirando con ojos de pánico, y continuaba llorando —
De inmediato Jorge subió a Adriana a su camioneta y la llevó al pueblo, ese viaje fue para Jorge el peor momento de toda su vida. Al llegar al hospital, un enfermero le quitó a Jorge a su Adriana y solo pudo esperar alguna novedad en la sala de espera. Al cabo de dos horas el médico de guardia se presentó ante Jorge y solo le dijo que el problema era neurológico y que debía realizar más estudios, pero en Buenos Aires.
Los quince días siguientes fueron para Jorge angustiosos; la familia de Adriana se la llevó a Buenos Aires sin considerar la relación que mantenía con él, solo obtenía las novedades del estado de salud de Adriana por intermedio de su sobrino, al cual no soportaba, pero no tenía más remedio.
Jorge pasó esos amargos días trabajando en el cobertizo que le había prometido a ella, con la esperanza de verla nuevamente.
Un atardecer, Jorge estaba tomando algo caliente junto a su perro y este hizo dos ladridos cortos, y un suspiro largo; a Jorge se le paralizó el alma, ese suspiro solo lo hacía gigante cuando Adriana lo acariciaba. De inmediato fue al pueblo a ver al sobrino, ya era de noche cuando el joven con lágrimas en los ojos le dio la irremediable y triste noticia; Adriana había muerto al atardecer.
Jorge de regreso, inmerso en su amargura, solo pensaba en esos poquísimos meses, que había compartido su vida con una mujer a la que amaba con locura.
Cuando llegó a su casa, solo lo esperaba su fiel amigo, que en esta ocasión no movió la cola, solo lo miró un instante y después como si comprendiera la fatal noticia, se echó en el rincón de siempre.
Jorge se ahogaba de pena, le parecía que Adriana de un momento a otro, aparecería en su silla de ruedas con sus ojos luminosos y su rostro alegre.
Lo único que pudo hacer fue acostarse y tratar de sentir el perfume de Adriana.
Después de casi dos meses, en el pueblo se preguntaban qué le pasaría a Jorge, por que no venía a buscar provisiones, fue entonces que el cura decidió ir a visitarlo. Cuando lo vio, lo encontró muy delgado pero alegre; había terminado de construir el cobertizo, en el que se observaba verde, repleto de verduras y flores. Pero no todo estaba bien, cuando Jorge invitó al cura a tomar el té, le dijo que se sentara en la pequeña mesa, que ahora venía, el cura lo observó con pesar cuando del cobertizo salió con una precaria silla de ruedas, hecha en forma artesanal, con dos ruedas de bicicleta, después la colocó en un lugar de la mesa, y del pequeño aparador sacó tres tazas de té, luego las sirvió con cuidado. Cuando el cura le preguntó cómo se encontraba Jorge dijo:
—Los dos estamos muy bien; contale Adriana —dijo Jorge con una amplia sonrisa, mirando a esa silla vacía—
—Bueno, en realidad los tres, porque gigante la quiere más a Adriana que a mí.
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