lunes, julio 01, 2024

VIAJE AL PASADO (decimosexta entrega)

           El desierto del Sahara, hoy, es el más grande del mundo, ocupando gran parte del norte de África. Su tamaño es comparable al de los Estados Unidos o China. 

Vivir allí es posible pero muy riesgoso, porque puede haber durante el día temperaturas de cincuenta grados centígrados y bajar por las noches muchísimo. También su fauna no es amigable con el hombre, porque habitan víboras venenosas, escorpiones y arañas peligrosas como la llamada viuda negra.

Contar con agua en el Sahara es la diferencia entre la vida y la muerte para los seres humanos. Se estima que un adulto sano puede llegar a vivir sin agua entre tres a cinco días, a diferencia de los camellos que pueden soportar sin beber agua, por increíble que parezca, varias semanas. 

En aquellas remotas épocas del faraón Keops, hace 4500 años, existían tribus nómades algunas muy hostiles y otras no, las cuales habitaban el Sahara; pero también debemos decir que estudios recientes  realizados por Paleoclimatólogos, Geólogos, Paleontólogos y Arqueólogos, afirman que el Sahara no era como hoy lo conocemos; en aquellos tiempos era verde, poseía praderas y una abundante cantidad de árboles.

No obstante estimado lector, viajar por el tiempo tiene sus complicaciones y suele ocurrir que aspectos de tiempo y espacio se confundan; o se superpongan; con las consecuencias lógicas y variedad de conflictos que esto provoca en las historias, que además se distorsionan al ser transmitidas de generación en generación hasta llegar a nuestros días. Por este capricho imposible de resolver de mi parte, en aquel tiempo remoto de Mut y Maat, ellas  transitaban por el desierto, como es hoy, un infierno de dunas en constante movimiento. 


F.B.


Mut, Maat, el hermano de ellas que se llamaba Nadab, Esteban y Juan, montados sobre camellos, comenzaron uno de los caminos más tristes que puede tener una mujer o un hombre, su destierro; lejos de su hogar, de sus seres queridos su destino era incierto.

Los tres hermanos egipcios conocían muy bien los peligros del desierto, Esteban y Juan también, pero solo por haberlo leído; su provisión de agua era para siete días, pero si por algún motivo se perdían y no lograban llegar al primer oasis el cual indicaba un viejo camino de tribus nómades, estarían en graves problemas. 





Esa primer noche transcurrió tranquila, la temperatura había descendido mucho, pero todos tenían gruesas mantas para el frío, el cielo brindaba un espectáculo imponente, e incluso Juan logró que las dos chicas rieran con una de sus graciosas ocurrencias. 






Cuando el sol comenzó a despuntar retomaron el camino pero a media mañana se levantó un persistente viento que fue escalando hasta convertirse en tormenta; la finísima arena de los médanos les pegaba con fuerza en sus caras, no podían ver absolutamente nada, debieron dejar que los camellos se orientaran para que no perderse y encontrar el camino.





Por fin el viento se calmó y pudieron continuar, pero a poco de andar sobre una duna muy alta un hombre los observaba. Cuando Nadab lo vio supo quién era de inmediato.

—Es un explorador de alguna tribu que no me inspira confianza; recorren el desierto para asaltar a los comerciantes. Seguramente no está solo. Lo mejor será continuar sin demostrar temor.

El hombre misterioso los acompañó un largo rato siempre a una distancia prudencial; hasta que en un momento, hizo una señal y frente a los cinco jóvenes aparecieron unos cincuenta hombres sobre un médano, que no se veían pacíficos. 





—Estamos perdidos  —dijo Mut aterrorizada.

—Mantengamos la calma, —dijo Esteban palpando con su mano el reloj que llevaba colgado al cuello, sabiendo que podía utilizarlo, pero no sin antes poner a salvo a sus amigos.

Alguien del grupo de nómades dio una orden, y en un instante los cinco jóvenes quedaron rodeados por estos no amigables hombres.

Estaban en sus manos, sin decir una sola palabra el grupo comenzó a desplazarse hacia algún lugar, siendo los cinco jóvenes sus presas de caza. 

Después de una larga jornada, al atardecer, llegaron a un campamento en donde el olor de los animales se mezclaba con el aroma de los calderos con comida puestos sobre el fuego; mujeres y niños descalzos miraban la novedad que traían los cazadores del desierto como curiosidad. 







Una vez allí, los hicieron bajar de sus camellos y los ubicaron en una carpa en cuya entrada se colocaron dos hombres con sus cimitarras en mano; nadie podía entrar o salir de ese lugar. 

—¿Qué harán con nosotros? —preguntó Juan a Nadab.

—Es difícil de saberlo, existen unas tribus que son más sanguinarias que otras; por el momento no podemos hacer nada  —decía Nadab, mirando hacia afuera por una rotura en la tela de la carpa— he sabido por boca de un amigo, cuando en una oportunidad fue capturado por un grupo de nómades, que lo mantuvieron durante un año trabajando para ellos, hasta que un dia le dieron un camello y le dijeron que se fuera, sin darle explicaciones. 

Durante tres días nadie se comunicaba con ellos, solo les daban una fuente de barro con carne de cordero hervida, pan y agua; hasta que una tarde se presentó ante ellos una mujer que por su lujosa vestimenta no era alguien común y muy desesperada les pidió si podían hacer algo por sus dos hijos que estaban muy enfermos. La mujer resultó ser la esposa del jefe de la tribu, la cual sabía que los egipcios dominaban el arte de curar.

Cuando ante el requerimiento de la mujer, los cinco amigos entraron en una carpa muy grande, se encontraron con un espectáculo desolador; dos chicos muy chicos, una niña y un niño, estaban en el suelo cubiertos por unas mantas, mientras un anciano, quemaba unas hojas que producían un olor desconocido. Mut y Maat, se acercaron a los niños en tanto la madre desesperada los miraba. De inmediato cuando los tocaron se dieron cuenta que volaban de fiebre. 

—Están muy afiebrados  —dijo Mut— debemos de tratar de bajarles la temperatura con compresas de agua fría.

De inmediato, a pedido de la madre, trajeron un cántaro con agua y tela  de algodón. Mientras las hermanas les colocaban las compresas en la frente a los chicos, Nadab comenzó a buscar algo en el piso.

—¿Qué buscas?,  —le preguntó Esteban con curiosidad.

—Me parece que ya sé lo que puede ser que tengan estas criaturas. —dijo Nadab corriendo de lugar alfombras y objetos dispersos, levantando jarrones y moviendo con su pie la arena.

—¡Aquí está la causa!, —dijo Nadeb con un sonrisa, después de correr la punta de la alfombra donde estaban tendidos los chicos; levantando del piso algo con su dedo índice y pulgar. Cuando mostró lo que tenía todos quedaron horrorizados; era una enorme araña negra que movía sus patas con desesperación. 

—Es una viuda negra —dijo Mut, más distendida.





—Seguramente los viene picando hace muchos días  —dijo Maat, mirando a la madre de los chicos, que al ver esto salió corriendo. 

Al instante, ingresó a la carpa un hombre alto y moreno, que los miró una a uno, con una cara de mil demonios, para después mirar la araña que movía sus patas en la mano de Nadeb; era el padre de los chicos y jefe de la tribu; por fin, después de comprender lo que pasaba en su rostro se dibujó una amplia sonrisa que mostró su reluciente y blanca dentadura.





A la mañana siguiente los chicos se despertaron y le dijeron a su madre que tenía hambre y sed; la mujer al entender que estaban recuperados los abrazó llorando de alegría. 

A partir de ese día, todo cambió; los cinco amigos pasaron de su condición de cautivos de la tribu, a ser los principales amigos del jefe y su mujer.


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