La búsqueda de una historia misteriosa por lo general adopta temas como la muerte, los fantasmas, el más allá, secretos muy viejos, historias de castillos y casonas abandonadas, la locura, un crimen, apariciones, monstruos que habitan un lugar pero jamás se los atrapa. El hombre ha escrito y contado estas historias desde siempre, por placer, por entretenimiento, con la intención de causar miedo. El miedo es esa sensación que nos deja sin protección o sin la sensación de seguridad, el miedo nos atrapa y ocupa toda nuestra atención, el miedo nos paraliza, cuando superamos esta situación nos tranquilizamos y la perspectiva de nuestra vida vuelve a ser luminosa, y renovadas esperanzas nos gratifican.
Esta historia que voy a contar, sucedió en una región de Argentina, en un pequeño pueblo de la pampa húmeda, el nombre de ese pueblo es preferible no saberlo, ¿por qué motivo? porque los acontecimientos malos no aportan nada a nuestras vidas es preferible olvidarlos.
La siesta de verano en muchos lugares se continúa practicando, e incluso se dice que es saludable, ese día en particular todos dormían incluso los perros vagabundos, de pronto cuando nadie lo observaba una niebla gruesa y gris se levantó desde el sur y dejó al pueblo en penumbras, en un primer momento aquellos que despertaban creían que por algún motivo continuaron durmiendo hasta llegar la noche, pero al consultar el reloj el mismo indicaba las cuatro de la tarde.
Al salir a la calle para comprobar qué sucedía, la niebla era tan espesa que no se podía ver absolutamente más allá de diez metros, la preocupación por este suceso comenzó a transmitirse de boca en boca por teléfono, nadie de los antiguos pobladores habían experimentado un hecho climatológico ni siquiera parecido, el primer día no dejó de ser una curiosidad con explicaciones tales como, que pudiera ocurrir por la quema de pastizales sumado a una atmósfera muy pesada por el calor, entonces el humo espeso cubría todo, solo que esta niebla no tenía olor a humo. Otros pensaron que tan solo eran nubes demasiado bajas y que al no existir viento cubrieron el pueblo, lo notorio era el drástico descenso de la temperatura, a las seis de la tarde el termómetro indicaba veinte grados centígrados, para un día de Enero no era frecuente.
Como sucede en los pueblos chicos, las charlas telefónicas subían el tono de esa situación y alguien tiró la idea que no era una niebla de buenos augurios, esto llegó a los oídos del cura párroco el cual brindó una misa en soledad, y a las ocho de la noche se escucharon ocho campanadas que no ayudaban a las buenos pensamientos, sumado a que junto con las mismas todos los perros del pueblo comenzaron a realizar un aullido largo que no brindaba tranquilidad, todo lo contrario.
El comisario del pueblo dio una vuelta por esas calles oscuras y desoladas guiado por su linterna junto a sus dos colaboradores, al encontrarse con vecinos se intercambiaban al principio charlas graciosas, pero al transcurrir el tercer día y no cambiar la situación, solo el aumento del frío, la preocupación lentamente se transformaba en temor. Las rondas el comisario las realizaba atándose de la cintura él y sus ayudantes con sogas.
Algunos pobladores llamaron a pueblos cercanos en donde vivían parientes y este fenómeno no ocurría, evidentemente el pueblo elegido por la naturaleza u otra cosa era solo ese.
El quinto día se sumó un nuevo y alarmante hecho, la luz se había cortado y los teléfonos no funcionaban, algunos vecinos, se asomaban a la ventana y comenzaron a gritar.
-¡Alguien me escucha!
-¡Si, escucho!
-¡Me estoy quedando sin agua!, ¿quién puede ayudarme!
-¡Yo también!
-¡Nosotros también!
-¡Aquí igual!
Y la cadena de llamados se prolongaba por todas las calles.
Los alimentos al séptimo día se terminaron en la mayoría de las casas, ir a alguno de los dos almacenes del pueblo era caminar a ciegas, pero algunos padres con hijos chicos salieron en busca de comida y agua, utilizar automóviles era riesgoso, si varios intentaban lo mismo, chocar en cualquier bocacalle era lo más probable. Muchos llegaron al almacén pero el encargado solo pudo abastecer a las familias del pueblo no más de dos días.
Al octavo día la situación se había tornado desesperante, esa noche sin fin y cada vez más fría empezaba a alterar a las personas, el terror se esparcía y aumentaba al no entender nadie que causa los había llevado a que una extraña niebla desconocida alteraba la normalidad de sus vidas.
Una familia decidió enfrentar el problema y a viva voz, pidieron que todos se reunieran en la plaza, para desde allí organizarse y luego dirigirse por el camino real hasta la ruta, trayecto que en tiempos normales demandaba a pie tres horas. La consigna se propagó y lentamente cientos de personas incluidos niños y mayores cubrieron sin poder verse toda la plaza y calles circundantes, mediante sogas se ataron unos a otros formando una larguísima columna, el comisario junto a su familia encabezaba la línea y así partieron. El reloj de varios padres ya indicaba más de tres horas de caminata, pero la ruta no llegaba y esa maldita niebla persistía, la única explicación era que se hubiera errado al camino, pero cómo saberlo, mejor no hacer conjeturas y continuar, la columna humana continuaba su destino, destino por el momento desconocido, pero al menos se estaba actuando, todos caminaban hacia un mismo lugar, en silencio con temor, algunos niños llorando, madres aferradas a sus hijos, hijos ayudando a sus padres.
En un momento la columna se detuvo, pero para los que se encontraban en los últimos lugares, solo podían imaginar lo que podía haber ocurrido, tal vez los de adelante llegaron, tal vez estaban perdidos, la incertidumbre los angustiaba.
El último de la fila era Don Julián, que pensaba quedarse en su casa, porque creía que cuando se llega a grande no queda mucho que perder excepto la vida, que inexorablemente también se perderá, pero sus nietos lo convencieron, Don Julián era morocho, grandote, y aún vestía bombacha y alpargatas, ya no trabajaba más en el campo pero ahora tenía una nueva actividad, era el invitado infaltable a todas las fiestas, casamientos, cumpleaños, bautismo, o asado multitudinario celebrando algún día conmemorativo, su función era tocar la guitarra y cantar. Ante tanta incertidumbre por culpa de esa niebla maldita se le ocurrió hacer algo que era lo único que sabía hacer, cantar, y entonó una viejísima canción folclórica que dice así:
Sapo de la noche, sapo cancionero
Que vives soñando junto a tu laguna
Tenor de los charcos, grotesco trovero
Estás embrujado de amor por la luna
Tenor de los charcos, grotesco trovero
Estás embrujado de amor por la luna
Yo sé de tu vida sin gloria ninguna
Sé de las tragedias de tu alma inquieta
Y esa tu locura de adorar a la luna
Es locura eterna de todo poeta
Y esa tu locura de adorar la luna
Es locura eterna de todo poeta
Sapo cancionero
Canta tu canción
Que la vida es triste
Si no la vivimos con una ilusión
Que la vida es triste
Si no la vivimos con una ilusión
Tú te sabes feo, feo y contrahecho
Por eso de día tu fealdad ocultas
Y de noche cantas tu melancolía
Y suena tu canto como letanía
Y de noche cantas tu melancolía
Y suena tu canto como letanía
Repican tus voces en franca porfía
Tus coplas son vanas, como son tan bellas
¿No sabes, acaso, que la luna es fría...
Porque dio su sangre para las estrellas?
¿No sabes, acaso, que la luna es fría...
Porque dio su sangre para las estrellas?
Sapo cancionero
Canta tu canción
Que la vida es triste
Si no la vivimos con una ilusión
Que la vida es triste
Si no la vivimos con una ilusión
Como por arte de magia la canción comenzó a ser entonada por los últimos de aquella fila, hasta contagiar al pueblo entero, cada vez con más fuerza, cada vez con mayor confianza, parecía que ese canto realizado en conjunto, despejaba en principio el miedo y se entendió que ante cualquier eventualidad de la vida por siniestra que pudiera ser, algo en nuestro interior sala en nuestra defensa, algo tan simple como un viejo canto. Lo asombroso fue que al continuar cantando el pueblo entero, cada vez con mayor convicción y coraje, increíblemente también se despejaba esa maldita niebla cerrada, lentamente podían ver más allá de los diez metros, ya se veía a quince, luego a veinte, luego a treinta hasta que un rayo de sol irrumpió en el campo, luego el azul del cielo, mirando hacia atrás se podía ver el pueblo entero, rodeado de campo, repleto de esperanza.
Así, un pueblo entero, solo cantando, pudo llegar a destino a pesar del miedo.
FIN
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