Los trabajadores de la construcción para la ciudad que se realizaba en Marte eran unos 500 hombres y 500 mujeres. Sus condiciones de trabajo no eran buenas; después de cumplir con su tarea durante cinco horas continuas, se retiraban a unos contenedores acondicionados, de los cuales no podían salir porque la atmósfera del planeta no se los permitía sin sus trajes espaciales y los tanques de oxígeno colgados en la espalda.
Después de trabajar, los días para ellos eran larguísimos; mataban el tiempo jugando videojuegos, haciendo ejercicios o leyendo. Era frecuente que existieran fuertes riñas y discusiones entre ellos, incluso llegando a pelearse, en donde, por lo general, varios salían lastimados.
El sistema de salud era un robot al que se sometía al enfermo colocándolo en una camilla que se deslizaba por un túnel; allí, la máquina escaneaba todo su cuerpo y después un monitor daba el diagnóstico y el tratamiento. Si el cuadro era complejo y necesitaba una operación, se lo derivaba a la sala de cirugía, donde cirujanos desde la Tierra lo operaban. El ambiente entre los trabajadores era hostil y la paga, pésima. Una tarde, cinco minutos antes del fin de la jornada, por descuido, alguien dejó encendida una máquina que provocó un incendio en uno de los depósitos de materiales. El humo negro y tóxico afectó a varios operarios que se salvaron de milagro. Esto provocó una reacción por parte de los trabajadores, que efectuaron un cese de tareas, paralizando toda la construcción durante quince días.
El grupo de ingenieros que estaba a cargo de la dirección de los trabajos no podía llegar a un acuerdo, y el cese de actividades ponía en riesgo que la construcción se detuviera por muchísimo tiempo. Esto se debía a la necesidad de tener que buscar y entrenar a todo un nuevo plantel de obreros.
Marcos hijo estaba furioso y pretendía que todo el plantel regresara a la Tierra en un cohete no acondicionado para el transporte humano; una locura.
Por fin, la razonabilidad prosperó y, después de una serie de mejoras en las condiciones de trabajo y un aumento considerable de sueldo, todo regresó a la normalidad.
Gabriel vivía junto a su novia Laura, a las afueras de la moderna ciudad de Rosario, en una fábrica abandonada, junto a otros integrantes de la tribu de los “Roedores”. Estos jóvenes eran muy hábiles en el uso de las nuevas tecnologías; las viejas notebooks y teléfonos celulares habían quedado en desuso; ahora existían unos anteojos que contenían todos los adelantos conocidos: eran una enorme computadora que podía detectar quién era la persona que estuviera enfrente, realizar cálculos matemáticos, ver películas, leer libros o iluminar en la oscuridad; solo era necesario mover los ojos para realizar todo aquello que se necesitaba.
Cuando Nico W. llegó con su automóvil al lugar, le pareció siniestro; tuvo que cruzar un playón repleto de estructuras oxidadas y tanques en desuso hasta llegar a un lugar donde un cartel con una calavera pintada decía “¡Deténgase!”. A los pocos minutos pudo ver una luz mortecina que se acercaba; era alguien con capucha que le dijo, sin saludarlo:
—Sígame.
Después de caminar por un amplio galpón, que tenía viejas poleas, cadenas y máquinas irreconocibles, ingresaron en un lugar limpio y bien iluminado. Allí estaban su amigo y su novia para recibirlo. Los tres se sentaron en unos cómodos sillones y una joven trajo unas gaseosas y galletas.
—Te puedo asegurar que tuve miedo —le dijo Nico a su amigo con una sonrisa y más distendido.
—Es nuestra costumbre de intimidación, solo lo hacemos por diversión —dijo riendo Gabriel, llenando con gaseosa el vaso de Nico.
La mayoría de los integrantes de la tribu de los “Roedores” eran jóvenes estudiantes (algunos), ingenieros (otros), también artistas, que, por voluntad propia, se fueron del sistema de trabajo existente de la época, por estar en desacuerdo con las condiciones excesivas de competencia. Eran partidarios de practicar una vida en familia, lejos de las tensiones de los trabajos, donde las exigencias de productividad habían ocasionado graves consecuencias en la conducta de miles de empleados.
Su medio de vida era cultivar quintas, que les proporcionaban verduras y frutas frescas; su dieta era vegetariana, y el combustible para calentar agua, cocinar y calefaccionar sus viviendas consistía en la utilización de maderas de embalaje y pallets que juntaban. La energía para cargar sus equipos eléctricos la conseguían utilizando paneles solares.
El mayor problema que tenían era cuando, de tanto en tanto, la policía los echaba de los lugares que frecuentaban por considerarlos malvivientes, a pesar de estar lejos de ser bandidos o ladrones; solo querían vivir a su manera. Cuando algo les molestaba y consideraban que una causa noble era desoída por las autoridades, se expresaban con fuerza y contundencia. En una oportunidad hicieron un reclamo por la utilización desmedida del plástico, para lo cual, en una sola noche, inundaron las ciudades más importantes de todo el mundo con enormes grafitis denunciando el problema. La leyenda “No más plástico” se llegó a leer en una gigantesca bandera que se desplegó en la Torre Eiffel; la imagen se reprodujo en los más importantes noticieros del mundo.
Nico W. le contó a la pareja de amigos detalladamente todo lo que sabía con respecto al tema de la falsa noticia de que el planeta sería destruido por un meteoro y que una empresa fantasma compró, en solo una semana, las acciones desvalorizadas por ese motivo. También les dijo que no contaba con pruebas, pero los indicios apuntaban a una persona que estaba detrás de todo aquello: Marcos hijo, actual desarrollador de la fastuosa ciudad en Marte.
Sus amigos, después de escucharlo atentamente, le dijeron que algo sabían al respecto de esa farsa que provocó el terror en todo el mundo, pero aún no contaban con pruebas firmes.
—No es justo que un solo hombre tan codicioso pueda causar tanto daño —le dijo muy seriamente Gabriel a Nico—. Te prometo que vamos a tomar cartas en el asunto. La semana próxima escucha las noticias, te sorprenderás, estimado amigo.
Todas las grandes ciudades del mundo tenían en sus avenidas y plazas más importantes enormes pantallas donde se podía observar publicidad de todo tipo. Estos monitores gigantes se controlaban desde distintos lugares, porque eran decenas de empresas que se dedicaban a esa actividad publicitaria.
En teoría, nadie podía controlar la totalidad de los millones de pantallas colocadas por todas las ciudades del mundo. Hasta que una noche, exactamente a las veinte horas de cada lugar, por donde millones de personas circulaban viendo publicidad a todo color, dichas pantallas se tiñeron de negro, y en grandes letras amarillas se leyó: “Marcos hijo, no tienes derecho a jugar con la gente. El meteoro que iba a destruir el planeta fue una mentira para favorecer a tus negocios turbios”.
Cuando Marcos detectó la denuncia directa contra él, de inmediato impartió una orden a su ejército de robots inteligentes, y estos, en no más de cinco minutos, controlaron todas las centrales de difusión; pero la denuncia, que estuvo en el aire solo quince minutos, fue leída y reproducida millones de veces por todo el mundo. Marcos hijo recibió el mayor golpe de toda su vida; a partir de ese día, nada sería igual para él.
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