La vida en la antigua Atenas de Sócrates era apacible; tanto Esteban como Juan disfrutaban de su trabajo en el taller de alfarería y se sumaba a las placenteras jornadas poder compartir gratos momentos con Helena y Talía; entre los cuatro jóvenes se repartían el trabajo y las ventas en el mercado prosperaban, a tal punto que pudieron comprar otro torno y realizaron un horno más grande.
Por las tardes, después de trabajar, el entrenamiento principal de los cuatro jóvenes era merendar y charlar en una terraza del taller con paredes blancas en donde se podía ver el mar; desde allí se sentía su rumor, y una suave brisa movía el blanco toldo que protegía a las coloridas flores que adornaban enormes macetas de barro.
Una tarde surgió un comentario que se trasladó de boca en boca hasta llegar al mercado, no era algo bueno, cuando las dos hermanas se enteraron las alarmó; el tribunal de Atenas ordenó apresar a Socrates y a todo hombre que tuviera una relación con él, esto implicaba a Esteban y Juan.
Cuando las dos hermanas llegaron del mercado con la preocupante novedad y se lo contaron a sus dos amigos, estos pusieron cara de preocupados; pero ya sabían cómo terminaba la injusta historia para su cordial amigo Sócrates, lo que no se imaginaban fue que a la noche de ese mismo día un pesado carro tirado por dos caballos que llevaba una enorme jaula, paró frente al taller, se bajaron cuatro robustos hombres y se dirigieron directamente al establo donde dormían, los tomaron por los brazos y los ubicaron de muy mal modo en aquel calabozo móvil. Tanto Helena como Talía no tuvieron ni siquiera tiempo para despedirse de sus dos amigos.
Lo que siguió después fue muy desagradable, cuando los trasladaron a la cárcel, llegaron a ver a Sócrates recostado sobre un catre en un lugar lúgubre, curiosamente él, cuya mente iluminó la mente de miles de seres humanos a lo largo de la historia.
Cuando a Esteban y Juan los encerraron en un calabozo sin ventanas, entendieron que había llegado la hora de partir. Pero restaba una cosa, a media noche, detrás de las rejas dos oscuras siluetas encapuchadas los llamaron por su nombre; eran Helena y Talía que con lágrimas de desesperación vinieron a saludarlos; conocían al carcelero que les brindó la posibilidad de despedirse de sus amigos, que ya sabían serían ejecutados al amanecer.
Cuando Esteban y Juan las vieron, trataron de consolarlas. Ellos tenían el reloj, pero las aterradas hermanas no lo sabían, ni tampoco lo entenderían, por lo cual no existía posibilidad de conformarlas, no obstante Esteban se animó a decirles algo que en alguna medida llegaron a entender.
—Helena, Talía, les pedimos por favor que no sufran por nosotros, solo tratemos de disfrutar este presente como decía nuestro común amigo Sócrates; falta mucho para el amanecer, por lo cual, son muchas cosas las que pueden ocurrir aun, créanme, se los puedo asegurar; a nosotros dos el destino nos depara otro lugar, otro tiempo; no lo entenderían pero es la verdad; y además recuerden siempre, que nos volveremos a ver, y será en circunstancia más felices.
—Por favor —dijo Juan sonriente— cuiden muy bien de nuestro fiel amigo Simón, recuerden que antes de irse a dormir, le gusta que le acaricien su frente.
Increíblemente en ese momento tan triste y abrumador, Juan pudo sacarle una sonrisa a esas dos jóvenes con las que compartieron un hermoso lapso de tiempo de sus vidas.
Después, una vez solos, en ese húmedo y deprimente calabozo de paredes de piedra iluminado por una pequeña antorcha, Juan dijo:
—Es hora amigo, ¡adelante!
Entonces Esteban le dio cuerda al reloj que tenía en su pecho; de inmediato los gruesos y pesados muros que los rodeaban se desintegraron como si fueran de arena, y en su lugar tomó cuerpo una plaza enorme y soleada en donde decenas de personas se dirigían de un lugar a otro, se observaba la sombra que proyectaba una catedral gigantesca en plena construcción que dominaba todo el lugar; cuando trataron de descifrar en donde estaban, un chico muy pequeño que corría se tropezó con Juan, lo miró y continuó con su carrera.
—¡Chico!, ¡chico!, —le gritó Juan— ¿dime, qué plaza es esta!
El chico siguiendo con su carrera le gritó:
—¡Piazza del Duomo!.
—Estamos en el corazón de Milán, Italia, y esa es su magnífica catedral querido amigo —dijo Esteban— nos resta saber en qué año nos dejó nuestro reloj; me animo a decir que estamos en el siglo XV o XVI, veremos.
Cuando Esteban y Juan comenzaron a transitar por las calles de aquella ciudad, la misma vibraba de actividad comercial y cultural. Los mercados eran algo así como el corazón del lugar en donde los olores de alimentos y verduras se mezclaban con los colores de los puestos de flores, artesanías y telas.
Caminando por una de sus calles les llamó la atención ver un grupo de hombres agolpados frente a una puerta enorme, cuando se acercaron a ver, allí habían clavado un panfleto que decía esto:
Se necesitan obreros albañiles, ladrilleros y carpinteros para trabajar en el Castillo Sforzesco.
Se pagará por un día de trabajo 2 soldos y comida.
Ludovico Sforza duque de Milán
—Ya hemos encontrado trabajo Juan, y este panfleto confirma que estamos en la época en que este poderoso hombre, Ludovico Sforza, ejercía su poder, debemos estar entre los años 1494 al 1499. Imagina amigo que ahora mismo, Leonarfo Da Vinci está trabajando por aquí.
—No puedo creer que pueda cruzarme con Leonard Da Vinci, es algo que jamás podría haber pensado. —respondió Juan.
—Yo tampoco querido amigo, estamos en el Renacimiento, una época de esplendor en muchísimos aspectos como en las artes, la arquitectura y las ideas, el hombre pasó a ser el centro de todas las cosas, se inicia el estudio de la anatomía y la perspectiva, se fomentó el uso de la razón y la observación para comprender el mundo, nace la burguesía y los inventos tecnológicos, como la imprenta, el telescopio, el microscopio y el reloj mecánico. También surgieron grandes artistas como Leonardo Da Vinci, Miguel Ángel y Rafael, dejando obras maestras.
—¿Dónde estarán ahora…lo que tú ya sabes? —preguntó Juan.
—No lo sé —respondió Esteban— pero el reloj nos lleva siempre a algún lugar donde ellas estén.
—Estaba pensando querido amigo ¿cuándo terminará este viaje y de qué modo? —preguntó Juan.
—No pensemos en eso Juan, lo que tiene que venir, vendrá, más allá de lo que nosotros pensemos.
Los dos amigos siguieron al grupo de hombres que se dirigían al lugar donde se ofrecía ese trabajo que indicaba el folleto; al castillo Sforzesco.
Después de cruzar un portal enorme se encontraron en un patio en donde había unos cincuenta hombres, en el lugar había varios carros tirados por caballos, y algunos obreros descargaban madera y ladrillos. A uno de los carros vacíos se subió un hombre, el cual dijo al grupo, ser el maestro mayor de la obra, y explicó a grandes rasgos el trabajo que se haría, después indicó ordenarse de acuerdo a su especialidad. Se formaron cuatro filas, una de albañiles, otra de carpinteros, una tercera de ladrilleros y una última de ayudantes; en esta se ubicaron Esteban y Juan. Después que se les tomó nota de todos los nombres y su especialidad se los convocó para el día siguiente a las seis de la mañana.
Cuando todos se retiraron Esteban le preguntó a un hombre mayor que se había anotado para trabajar, donde podrían encontrar un lugar para dormir. Este les dijo, que si no eran muy exigentes, en su casa había un viejo galpón que podían utilizar, el cual tenía un viejo horno de panadero, y suficiente leña para pasar el invierno que se aproximaba. Durante el camino al lugar, este señor les comentó que el trabajo en el castillo era duro, pero aceptable.
—En realidad, la mayoría de los hombres que van a trabajar allí lo hacen por un motivo en común —dijo el hombre acomodando su gorra— no es tanto por lo que pagan que no es poco.
—¿Qué es lo que los motiva tanto? —preguntó Juan.
—Lo que los atrae es la comida.
—¿la comida? —preguntó Esteban intrigado.
—Así es, ya lo comprobarán ustedes; allí se come la mejor Cassoeula de todo Milán. —dijo el hombre abriendo un pesado portón que pertenecía a su casa— dicen que es el plato preferido del duque, y está realizado por las propias manos de las cocineras del palacio, no se puede pedir nada más en la vida; no existe en todo el mundo unas cocineras tan prestigiosas como Giulia y Laura.