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sábado, agosto 16, 2025

HISTORIAS DE UN PESCADOR QUE SUPO CONQUISTAR EL MAR (segunda entrega)


                                                        
              Todos podemos contar historias, pero agregar a la mismas nuestras vivencias con destreza y naturalidad, no es tan simple.
Cuando el relato describe lo vivido con la emoción de esos momentos, nos permite también a nosotros disfrutar del viento, el mar brillando bajo el sol, y la alegría de lo gratamente inesperado.
En estas dos historias, su protagonista, el señor Hector Daniel Miguélez, nos permite vivir esos momentos junto a él. 
Espero que las disfruten

F.B.


EL BANCO DE ROCAS.

Trabajar en el Acuario resultó para mí una fuente inagotable de aventuras y de situaciones que hoy recuerdo como bellas anécdotas. Tal vez algún día me anime a unirlas, como pequeños eslabones que forman una cadena, y pueda narrar así una historia más compleja, y a la vez más apasionante; pero con la misma cautela con que aprendemos a caminar, paso a paso, seguiré construyendo ahora esta narración  con pequeños relatos...
…mientras limpiaba las peceras no podía dejar de pensar en las palabras de Roberto, el dueño del Acuario, diciéndonos que el fin de semana iba a embarcarse en Mar del Plata, para traer nuevas especies  para las peceras, y que uno de nosotros  iba a acompañarlo. Pero el viaje había que ganárselo esmerándose en la tarea diaria, condición para la que no tenía problemas porque me gustaba realmente mí trabajo; sin embargo, a pesar de que me rebalsaba la ilusión, no tenía muchas esperanzas  porque era el más nuevo de los empleados, y pensaba que Roberto elegiría a uno de más antigüedad. Seguía enfrascado en estos pensamientos, envuelto en increíbles imágenes que me transportaban mar adentro, cuando se acercó Roberto, y entregándome un par de comprimidos blancos me indicó que tomara uno al acostarme y otro a la mañana, acompañado con un desayuno muy ligero. Ante mi  asombro me explicó que eran para no marearme, y que pasaría a buscarme por mi casa muy temprano. 
Apenas pude dormir esa noche acosado por la ansiedad, y por unas ráfagas de viento entretenidas en silbar entre las tejas, que amenazaban con encrespar el mar y dejarme sin pescar. A las cinco de la mañana la Chevrolet roja se detuvo en la puerta de casa, anunciándose con un bocinazo. La carrocería mojada mostraba que había llovido, lo que se reflejaba también en el ánimo de Roberto. En cambio el viento había disminuido y  soplaba del sector noroeste, por lo que decidió hacer el viaje. 
Llegamos a Mar del Plata casi sin hablar, enfrascados durante todo el trayecto en escudriñar el horizonte, como si nuestro esfuerzo pudiera ser premiado con el rojo resplandor, promesa de un día de sol. Amanecía cuando estacionamos la camioneta junto a la banquina. Una gran actividad se desarrollaba a bordo de las lanchas amarillas y muchas ya se hacían a la mar. Esto levantó nuestro estado de ánimo, que mejoró totalmente cuando vimos aparecer al capitán. La nave contratada por Roberto era una lancha de diez metros, modificada para el transporte de pasajeros y la pesca deportiva, por lo que era mucho más confortable que la de los pescadores. Poner los pies sobre su cubierta fue para mí una de las sensaciones más fuertes; extraña conjunción de coraje y temor, latiendo al son de un corazón enloquecido. 
Salimos del reparo del puerto acompañados por un cardumen de lisas que agitaban el agua con sus saltos.  La superficie de a poco se fue ondulando, y ya en mar abierto las olas golpearon contra el casco, agitando notablemente al barco. El motor rugía con firmeza y rubricaba su potencia con una ancha estela, sobrevolada por una nube de gaviotas blancas. Yo iba sentado sobre la cubierta de proa, recostado contra el frente de la cabina del capitán, que timoneaba la embarcación mientras charlaba con Roberto. El sol ya alto en el horizonte pugnaba por imponerse a los últimos nubarrones, dispersados por el viento oeste que ahora soplaba con intensidad. Pronto Mar del Plata desapareció de nuestra vista, devorada por una bruma que lentamente la fue cubriendo. Una lancha amarilla que nos acompañaba desde la salida del puerto, se despidió con un toque de sirena y tomó rumbo sur. Nuestro capitán respondió el saludo y señalando a Roberto un grupo de barcos que se veía a lo lejos, aceleró el motor imprimiendo más velocidad a la embarcación. Avanzando siempre hacia el este llegamos hasta ellos; eran siete u ocho, y estaban anclados formando una media luna, separados unos de otros por unos doscientos metros. Pasamos por detrás de ellos y silenciosamente ocupamos nuestro lugar en uno de los extremos de la formación. 
Tiramos ancla en un banco de rocas de doce metros de profundidad, a dos horas de la costa. El agua era extremadamente cristalina y reflejaba una increíble coloración azul. El capitán puso en el centro de la cubierta de popa un cajón con anchoítas cortadas en cuadraditos, y dándonos una caña nos indicó que comenzáramos a pescar. Yo fui el primero en dejar caer la línea al agua; al instante sentí un fuerte tirón y en contados segundos tres besugos colgaron ante mí, asombrándome con su fantástico color rosado, que nada tenía que ver con el que uno suele verlos en las pescaderías. El sol ya victorioso sobre las nubes se reflejó en sus escamas, iluminándome el rostro y llenándome de felicidad. Tiro tras tiro tres peces, tal era el número de los anzuelos, engrosaron nuestras bodegas. En su mayoría besugos rosados, y algún que otro mero o corvina, que invariablemente venían en el anzuelo de abajo, cuando la línea llegaba al fondo antes de sentir un pique, lo que ocurría muy pocas veces. 
Cuando la bodega estuvo llena el capitán levantó el ancla y dirigió la embarcación a la periferia del banco de rocas, donde los besugos eran menos abundantes. Allí logramos pescar sargos, chanchitas, cocheritos, besugos blancos o papamoscas, unos cuantos meros, corvinas de buen tamaño, y por supuesto más besugos. Pero esta vez los peces fueron embolsados con agua y oxígeno, y colocados en recipientes de plástico para evitar daños durante el transporte. Puedo asegurar que aquella fue una jornada inolvidable, aunque la pesca en sí perdió su encanto, por ser tan abundante y carecer de expectativa; nada más lejos de la pesca deportiva, que conoce el sabor de la espera y hasta el de la escasez. Sin embargo el objetivo de Roberto no era el deporte, sino el de llevar alimento y especies nuevas al Acuario, y en ese sentido fue todo un éxito. 
Yo guardo como tesoro esa sensación de pequeñez que produce en el hombre la inmensidad del mar; un mar que nos entrega todo... pero cuando él quiere. Capricho que el hombre que vive de sus aguas sabe que debe respetar.                                                                 

                                                                                     HECTOR DANIEL MIGUELEZ

                                                                 
EL CATAMARÁN.

Aguardaron el paso de la ola, y corriendo sobre la espuma se apresuraron a meter el bote en la canaleta; el timonel lo abordó de un salto y puso el motor en marcha, mientras sus compañeros lo sostenían pacientemente desde el agua, acompañando cada ondulación que mansamente los elevaba, y que rompería en torbellino en la playa. Esta espera duró unos minutos, hasta que se produjo un claro en la segunda línea de rompientes; entonces el bote y su tripulación partieron a toda máquina, dejando una nube de humo suspendida sobre la estela blanca...Esta imagen me despertó una sonrisa y abrió el almacén de los recuerdos, precisamente el cajón donde guardo los momentos de mi vida transcurridos en “el Acuario”; lugar que amé profundamente y que tuvo particular trascendencia en muchos aspectos de mi vida. Hablar de él me provoca una dulce nostalgia, que se convierte en amarga tristeza cuando paso por el lugar y veo el estado en que se encuentra. Pero en mi corazón está intacto y tal vez algún día pueda recuperarlo, aunque sea en mis relatos. Pero volvamos a la imagen que despertó mi sonrisa; esa de un bote penetrando en el mar azulado, saltando sobre la superficie como un potro desbocado...tan diferente al viejo catamarán, impulsado por un desvencijado Yumpa, con que entrábamos a pescar para el Acuario. Basta con  decir que estaba construido con dos flotadores de hidroavión, como esos que podían verse desde la costanera descansando en el Rio de la Plata, unidos por un andamiaje de hierros, coronados con una plataforma de madera. En el centro de esta cubierta había una tapa rectangular que gracias a unas bisagras se podía levantar, dejando abierta una boca de la que colgaba hasta el agua una red, en la que metíamos los peces hasta el momento del regreso. Los flotadores, pintados de naranja, tenían tres o cuatro compartimentos estancos que Roberto, hijo mayor de Don Carlos, y dueño del Acuario, había hecho rellenar con bolitas de telgopor, lo que hacía a esta embarcación  totalmente segura e insumergible. Sobre la plataforma, un poco hacia la proa, había un amplio cajón de madera destinado a guardar los elementos de pesca, un par de anclas y un gran número de sogas, junto a las bolsas de nylon y el tubo de oxígeno, que usábamos para embolsar los peces al regresar. Este mismo cajón servía de asiento al timonel, por llamarlo de alguna manera, que con dos enormes remos de pino tenía la función de mantener a la nave en posición, mientras otro marinero luchaba a brazo partido por encender el viejo motor; todo esto si es que conseguíamos meter el bote al agua, tarea nada sencilla. Un camión guerrero al que llamábamos microneta, aunque nunca supe bien porque, nos permitía cruzar la duna y llegar con el trailer hasta la playa, donde entre cuatro o cinco personas, esfuerzo mediante, lográbamos depositarlo en la arena, lo más cerca posible de la orilla. Arrastrarlo hasta el agua, y trasponer la primera barrera de olas, nunca estaba libre de caídas y de una buena cosecha de golpes; y es que la embarcación era segura pero muy pesada, por lo que había que buscar condiciones muy favorables en el mar, o este expulsaría con facilidad nuestro catamarán, regresándonos al Acuario sin pescar. Pero cuando teníamos éxito y conseguíamos dejar atrás las rompientes, nuestra embarcación realmente no tenía igual; navegaba separando el agua que parecía acariciar a su paso los flotadores, mientras a popa una tenue estela evidenciaba que, aunque lentamente, a paso firme nos alejábamos de la costa. Solíamos anclar con dos anclas, para evitar la deriva y lograr más estabilidad, y pescábamos con líneas de mano, con un par de anzuelos que encarnábamos generalmente con calamar. Roberto, que trataba de no perderse estas salidas, era el encargado de desenganchar las piezas y volverlas al mar, pero dentro de la red que colgaba del catamarán. Si pescábamos lejos de la costa, debido a la mayor profundidad, a algunos peces como  las corvinas había que desinflarles la vejiga natatoria, porque de lo contrario no se podían hundir y quedaban flotando de costado sobre la superficie. Para esta tarea Roberto llevaba una jeringa de vidrio con aguja, que introducía entre las escamas hasta llegar a la vejiga; que una vez vacía volvía a llenarse lentamente, de acuerdo a la presión de la nueva profundidad marcada por los límites de la red, que coincidía, lógicamente, con la que el pez encontraría en los acuarios. Concluida la jornada de pesca colocábamos los peces en las bolsas de nylon, con un poco de agua, y las inflábamos con oxígeno. Esta forma de transporte garantizaba una gran supervivencia, por lo que a poco de llegar podíamos observar a los peces nadando en las peceras, comprobando su adaptación en la velocidad con que tomaban el alimento. Con el tiempo Roberto compró un bote neumático, y el viejo catamarán fue abandonado a un costado de la puerta de entrada al taller del Acuario. Por algunos años los chicos se entretuvieron jugando en su plataforma, imaginando seguramente maravillosas aventuras. Sin embargo, el olvido comenzó a acosarlo, y la falta de mantenimiento lo fue destruyendo, lenta pero inexorablemente. Entonces el mar, su viejo amigo, conmovido le envió su abrigo, que en forma de duna lo fue cubriendo, ocultando sus restos de las miradas indiferentes. Pero yo lo recuerdo perfectamente, y aunque he pescado muchas veces en botes neumáticos, fue sobre su cubierta donde pasé los momentos más bellos, y desde donde realice las pescas más espectaculares. Nunca voy a olvidar sus flotadores, que conquistaron cielos y mares, ni la imagen de mis manos pintándolos con naranja, un color que parecía gozar de cierta preferencia en la familia Gesell.      

                                                           
 HECTOR DANIEL MIGUELEZ   






martes, julio 29, 2025

HISTORIAS DE UN PESCADOR QUE SUPO CONQUISTAR EL MAR

          Esto que deseo contarles estimado lector, me ocurrió gracias a una actividad que disfrutaba de joven y retomé nuevamente; la pesca deportiva. 

En Villa Gesell, Pcia de Buenos Aires, Argentina, existe un comercio de artículos de pesca llamado “La cueva del pescador”, atendido por su dueño el señor Héctor Daniel Miguélez. Más allá de la cordial atención que brinda a todos sus clientes pescadores, tenía expuestos sobre el mostrador unos libros que son de su autoría. 

Nos pusimos a charlar por esta curiosa coincidencia de nuestros gustos, escribir y pescar.

Se podría decir que estas dos actividades nada tienen que ver. Sin embargo, yo creo que sí. El pescador como el escritor, tienen un objetivo, el primero la captura de ese pez deseado que para conseguirlo debe tener mucha experiencia y más paciencia. El escritor, debe tener también los dos atributos.

Porque escribir tiene como objetivo cautivar al lector, atraparlo en su historias y sus relatos, como a un pez. El drama, el misterio, o la fantasía de una historia es su señuelo; su técnica y su lenguaje el equipo de pesca.

Permítanme presentarles algunas historias de este estimado amigo, escritor (pescar es solo su pasatiempo) para que se dejen atrapar con gusto en sus redes.

Aquí les dejo la primera de una serie de historias que les iré presentando de este hombre que conquistó el mar con su talento. 



  LA ÚLTIMA BATALLA.


Aguas turbias que bajan mansas, deteniéndose a descansar un tiempo en la Laguna de Mar Chiquita, en procura de reponer fuerzas para ese último impulso que las llevará al mar; procesión con aspiraciones de olas y pretensiones de sal. Un cauce recto, cavado por el hombre, escoltado en tramos por elevado terraplén; y un puente, 45 kilómetros al Sur de Villa Gesell. Eso es el "Canal 5" hoy; esa es la imagen que ven todos los que transitan por la ruta 11 y cruzan, en una dirección o en otra, su puente de cemento, enclavado en una elevación precedida por dos curvas en zigzag. Pero para mí es mucho más. 

Siempre me gustó imaginar como míos a los lugares en que he pescado y que, por alguna razón, me atraparon, obligándome a volver una y otra vez a visitarlos. Por eso fueron míos "El refugio", en el Barrio Norte, con sus ejércitos de almejas que acercaban a la orilla a los peces por los cuales me desvelaba; el "Faro Querandí", al Sur del partido de Villa Gesell, por los tiburones que me tenía reservados y que terminaron siendo mi pasión; y por supuesto el canal 5, con su olor a barro, peces y cangrejos; con los pastos que crujen por las heladas en los inviernos, y las nubes de mosquitos y tábanos que desalientan a los más insistidores en los veranos. Y sobre todo, por su viejo puente de hierro, que durante años fue mi torreón, mi atalaya, lugar preferencial desde el que observaba la formación de estelas o borbollones, que delataran la presencia de peces en el agua. Una estructura de metal unida por bulones coronados con enormes tuercas, apoyada en la cima del elevado terraplén, tapizado hasta el nivel normal del terreno con adoquines, ocultos a la mirada del hombre con un manto de arena y tierra. Un andamiaje de hierro que sostenía tirantes de quebracho, sobre los que dormía la vieja ruta 11, cinta de tierra o barro que unía, cuando el tiempo quería, Gesell con Mar del Plata.

Conocí al canal cuando tenía 10 años y hacía poco que nos habíamos radicado en La Villa. Solíamos visitarlo para pescar en familia o con amigos, en una jornada completa que incluía, por supuesto, el clásico asado. Aún recuerdo al abuelo Manuel tirando de la red, junto a mi papá y algunos amigos, mientras los chicos y las mujeres, unos cuantos metros aguas arriba, caminábamos por el cauce en sentido contrario, haciendo toda clase de ruidos y chapoteos sobre la superficie, tendientes a espantar a las lisas y a los pejerreyes hacia la red arrastrada por los hombres. Veo con nitidez nuestras caras, felices y expectantes, observando la salida de la red, con su embudo burbujeante de pequeños peces, que nos apresurábamos a devolver al canal, mientras esperábamos ver las sacudidas producidas por los coleteos de los peces grandes, que recogíamos gustosos para sumarlos a los que esperaban en la bolsa de arpillera. 

Siento el olor del asado mezclarse con el de las lisas que el abuelo acomodaba en la parrilla, y aún escucho las risas de todos, que resaltaban luminosas sobre los rostros embarrados, degustando dichos manjares a la vera del canal, custodiados por la  atenta mirada del puente de hierro. 

Estoy seguro que fue por aquellos días cuando se forjó el vínculo especial entre el canal y yo. Pasó a ocupar un lugar importante en mi pensamiento y pobló de bellas imágenes mis sueños, por lo que mis visitas se sucedieron cada vez con mayor frecuencia. Entre pesca y pesca, fui creciendo junto a las aguas que soñaban con el mar, hasta que vinieron las épocas del secundario; entonces Aníbal y "El Alemán" se sumaron a mi entusiasmo, y a fuerza de insistir nos fuimos incorporando a su paisaje, con la misma intensidad que la figura del linyera que vivía bajo el puente, el molino que custodiaba la marcha de sus aguas, o la tranquera que permitía entrar al campo para circular a su vera. Adornamos con boyas multicolores su superficie ondulada, desde el puente de Macedo, hasta el puente de Romano. Pescamos en la desembocadura del arroyo "De las gallinas", en la cascadita y, por supuesto, bajo el puente de hierro, que nos brindó su reparo en                                                                                                                más de una jornada con lluvias. Vimos nuestras boyas jaladas hacia la profundidad por colosales bagres y tarariras, y varias veces tuvimos festines de dientudos y pejerreyes, que solíamos freír en una sartén calentada con fuego de cardos y bosta de vaca. 

Pero, la locomotora del tiempo siguió tirando de sus vagones, y el progreso trajo algunos cambios que afectaron al paisaje y al canal, principalmente al viejo puente de hierro. La Ruta 11 se vistió de asfalto y un imponente puente de cemento empequeñeció al del oxidado andamiaje de metal. 

Yo seguí pescando en mi canal. Lo hice en soledad, con amigos y nuevamente en familia, ya que el destino me trajo a Nilda y de nuestra siembra prosperaron tres retoños. Aprendieron a pescar en él mis hijos, que también crecieron, y algún día irán a pescar a mi lugar con sus hijos, llenando sus aguas de boyitas, mientras yo tal vez me entretenga acomodando algunas lisas en la parrilla. Lo que ya no podremos hacer es guarecernos bajo el puente de hierro en los días de lluvia, porque la falta de mantenimiento hizo estragos en su estructura, y un buen día apareció derrumbado, con su corazón sumergido en las aguas que tantas veces había visto pasar. 

Hoy sólo queda del viejo puente su terraplén protegido por el manto de adoquines, de los que conservo algunos en mi casa, y su imagen en el recuerdo de las personas que cruzaban por él el canal. Seguramente, algunas fotografías darán el testimonio histórico de su existencia, y también mi relato escrito en su memoria. 

A mí me gusta imaginarlo intacto, y sigo soñándolo como en sus mejores tiempos, mostrando altivo su corona de hierro elevada en el terraplén. No importa que el tiempo lo haya empujado a perder su última batalla, me basta con pensarlo, para saber que sigue allí, esperándome.


HÉCTOR DANIEL MIGUÉLEZ.










lunes, junio 23, 2025

LA FORTUNA DE LA FAMILIA PEREZ (primera entrega)

             El estacionamiento de su edificio a esa hora de la noche estaba en penumbras, un silencio abarcaba el lugar que se interrumpió cuando después de bajar de su pequeño automóvil activó el cierre automático haciendo retumbar en el lugar los dos sonidos seguidos que indican que la cerradura está cerrada.

“No se para que cierro este cacharro, necesitaría que me lo roben y de ese modo cobrar el seguro, sería más ventajoso”  —pensó mientras llamaba al ascensor. 

Cuando abrió la puerta de su departamento sus pequeños dos hijos estaban subidos al sillón del estar en una batalla campal con almohadas a los gritos, mientras su mujer hablaba por teléfono revolviendo algo en una olla en la cocina de la que salía un vapor con olor a fideos con tuco, muy similar a la de la noche anterior.




—¡Se pueden dejar de joder!  —dijo en voz alta Claudio sacándose el saco, dirigiéndose a los pequeños guerreros.

Como por arte de magia los chicos, que eran mellizos, con sus cachetes colorados igual que su pelo, hicieron  silencio acercándose a saludar a su padre para darle un beso. 

—No sabes lo que me contó Nora —le dijo su esposa, dándole un fuerte abrazo y un beso en la boca— me contó que a Norberto lo contrataron en una empresa de Estados Unidos como programador y se van la semana próxima para allá, dejan todo, te das cuenta; bueno ellos no tienen hijos, nada los retiene. Si a nosotros nos saliera algo así, sería imposible, sumado a que yo no puedo desatender a mamá, soy su única hija y se me muere la pobre. ¿Cómo te fue en la oficina?, ¿hablaste por lo del aumento?.

—No hoy no pude, surgió un despelote con un cliente nuevo, el tipo es un pesado, y tengo primero que arreglar el asunto. 

—Siempre se nos cruzan despelotes Claudio, —le dijo su mujer apoyando sus dos manos sobre la mesa del comedor, con voz de desolación— es sistemático, cuando estábamos por ir de vacaciones surgió la enfermedad de la mujer de tu compañero, y tuviste que cubrirlo todo Enero y Febrero, yo se que es un buen tipo, pero nos arruinó el viaje, y perdimos la seña. Ahora que necesitamos esos pesos, por hache o por be, surge alguna cosa. Hoy llegó el reclamo de las expensas, me llamó dos veces el administrador, si el cinco del mes que viene no pagamos al menos la mitad de los tres meses de retraso, me dijo que no puede evitar el juicio. Te das cuenta, ¿qué vamos a hacer Claudio?. Te digo la verdad, estoy cansada de tener siempre algo que nos jode. Hoy me acordaba, sabes cuanto hace que no hacemos el amor. 

—No, la verdad no me acuerdo. 

—Justamente, ya ni sabes, hace un mes, treinta noches Claudio…¡treinta!. Cuando quiera acordarme, ya voy a ser una vieja marchita. ¿Sos consciente Claudio?.

Claudio abrazo a su esposa y la beso, ella se resistió un momento, pero de inmediato cruzó sus brazos detrás del cuello de él y se confundieron en un beso prolongado que se interrumpió de golpe en el momento que aparecieron sus críos reclamando que tenían hambre.

Después de cenar, Claudio y su esposa Marta estaban hablando pensando una estrategia para pedirle dinero a un tío de ella, cuando escucharon que en el comedor sonaba el teléfono. 

Cuando Claudio atendió, esa llamada daría comienzo a un cambio en la vida de él y su familia sin precedentes.

—¿Claudio Perez?

—Si, ¿quién habla?

—Usted no me conoce, mi nombre es Ramón Sanchez Olivera. Lo molesto porque tengo que decirle algo que tiene que ver con su finado padre, yo vivo en Uruguay, tengo que regresar en un par de días, pero antes me gustaría hablar con usted personalmente.

—¿Pero de qué se trata?

—Es algo complejo para hablarle por teléfono, pero imagino que le interesaría saberlo. Es más, considere que obtendrá un beneficio sin arriesgar nada. Si le parece nos encontramos mañana a las ocho de la noche en el bar Iberia, de la avenida de Mayo.

Claudio pensó un instante, y después aceptó la reunión con ese desconocido, no tenía nada que perder y si podía conseguir algo, nada es despreciable para aquél que tiene poco. Aunque Claudio tenía mucho más que otros hombres; una esposa que lo amaba y a los mellizos que eran dos torbellinos de alegría.

Después de acomodar la cocina y contarles un cuento de piratas a los chicos, Claudio y Marta interrumpieron en la cama las treinta monótonas noches anteriores. 



2.



Ir a una reunión para hablar con un desconocido sobre un tema que nos puede brindar un beneficio, no deja de ser intrigante y abre un abanico de posibilidades incluso sorpresas de cualquier tipo. Pero lo que estaba por saber Claudio era algo que no hubiera imaginado ni en el más fantástico de sus sueños.

Cuando entró al bar puntualmente, se percató que no le preguntó al fulano cómo lo reconocería. 

Esa noche no había muchas mesas ocupadas, solo cuatro, en una charlaban tomados de la mano una pareja, en otra una señora mayor tomaba su té, sobre la ventana un joven miraba su teléfono y en la más alejada un señor con anteojos escribía en un cuaderno. 

“Seguramente es ese, pero está demasiado concentrado en su tarea”. Pensó Claudio, entonces decidió sentarse en la mesa próxima y se quedó mirándolo, en un momento el caballero levantó la vista y lo miró a él, pero al cabo de un momento continuó con su tarea sin prestarle atención. 

“Evidentemente no es este el hombre” se dijo. Cuando buscaba con su vista al mozo, entró al bar un señor que por su vestimenta no podía pasar desapercibido para nadie. Tenía sombrero y saco blanco, un pañuelo de seda azul al cuello y un bastón de madera; se podría decir que por su porte elegante, bien podía tratarse de un diplomático o de algún miembro de la alta sociedad. Inmediatamente el caballero cuando vio a Claudio se dirigió a su mesa.




—Señor Claudio Perez, disculpe usted mi retraso, he tenido un percance con mi chofer, no encontramos estacionamiento. —dijo el simpático señor, con un tono muy cordial, extendiendo su mano para saludar a Claudio. 

—Encantado de conocerlo señor Sanchez Olivera  —le respondió Claudio estrechando la mano de aquel hombre que por ahora era un desconocido.

El elegante caballero se quitó el sombrero descubriendo su pelo entrecano muy corto y prolijo, después de llamar al mozo dijo:

—Debo decirle Claudio que usted es igual a su padre, incluso tiene la misma voz. 

—¿Conoció usted a mi padre?

—A si es, lo he conocido muy bien, eramos amigos entrañables. Pero permítame comenzar por el principio de la historia que es lo suficientemente intrincada para describirla. ¿Desearía algo para comer Claudio?, hoy usted es mi anfitrión.

Después de hacer el pedido, aquel hombre de ojos negros vivaces comenzó diciendo:

—Nos conocimos con su padre en el servicio militar, era la primera presidencia de Perón, ambos estábamos en Campo de Mayo, fué una época inolvidable, bueno, cuando se es joven la vida se presenta como un libro en el que uno abre su tapa por primera vez. Todo está allí para experimentar, para comprobar por uno mismo, también para aprender. Su padre como usted bien sabe era peronista de la primera hora, como bien se dice; yo en cambio no estaba convencido de todo lo que estaba ocurriendo. Pero en nuestra relación la política no era un obstáculo. Resulta ser que nos dieron una misión que le aseguro fue tan extraña que hasta el día de hoy no entiendo cómo es posible que nos eligieron a nosotros, pero así fue. El veinte de diciembre de 1950, recuerdo la fecha exacta, a la madrugada nos despierta un capitán que no conocíamos y nos da una orden para hacer de inmediato. Teníamos que ir con un camión al banco central, allí lo cargaron con unas cajas, que aún recuerdo eran de hierro no muy grandes pero pesadas. tuvimos que contarlas, eran cincuenta y tres. Después teníamos que llevar el camión cargado a una estancia llamada La Candelaria en Lobos. Antes del mediodía estábamos entrando, solo su padre y yo. Cuando llegamos nos impresionó la envergadura de la propiedad, era un castillo que tengo entendido aún se conserva en perfecto estado. Allí, nos recibieron cinco hombres que por su aspecto parecían baqueanos del lugar, hombres de campo. Uno de ellos registró la carga y después nos hicieron esperar en la cocina. Nos sirvieron un almuerzo como para reyes. Después nos llevaron al salón principal de la casa y evidentemente el dueño de todo aquello que era un morocho imponente con bigotes y botas de montar nos dijo algo que me impactó.

Palabras más palabras menos, nos agradecía el trabajo realizado por nuestro servicio y nos dijo que en el camión había algo para nosotros, pero teníamos que ubicarlo en algún lugar seguro antes de llegar al cuartel. Porque era un obsequio y no debíamos compartirlo con nadie. Después, frente a nosotros, hizo un llamado telefónico, alguien del otro lado le dijo esto:

—General… la encomienda ha llegado bien, le envío un fuerte abrazo, los muchachos son de confianza y ya han sido recompensados.

—¿Lo aburro Claudio? se interrumpió el caballero

—En absoluto señor, continúe usted por favor.

—Cuando regresamos, paramos en un camino desierto y fuimos a ver lo que había detrás. Nuestra sorpresa fue enorme, habían dejado tres cajas sin candado. Con su padre nos miramos y decidimos ver qué contenían. Allí había una fortuna, estaban repletas de lingotes de oro, no sé cómo decirle pero para ese momento serían varios millones de pesos, muchísimos. 

Después de eso comenzó otra historia. En un primer momento teníamos cierta desconfianza con lo ocurrido, nosotros solo éramos dos jóvenes cumpliendo con una orden militar. Pero yo no tuve desde un principio ninguna duda, debíamos repartirnos eso y ocultarlo. Pero su padre no pensaba lo mismo, lamentablemente. Allí comenzó nuestro distanciamiento. Su padre pensaba que no podíamos aceptar esa fortuna, que evidentemente era un dinero que vaya a saber de donde provenía; que había que devolverlo etc. etc. No nos pusimos de acuerdo, entonces yo le dije que hiciéramos una cosa. Ocultarlo por ahí y no decir nada en el cuartel, si surgía algo, yo me haría responsable. Su padre aceptó, regresamos al cuartel con el camión vacío, nadie nos preguntó nada y al otro día nos informan que nos habían otorgado la baja, que nos podíamos ir a casa. Yo me las arreglé para ir a buscar mi parte, el resto quedó allí.

A Claudio no le cabía en la mente lo que estaba escuchando, no sabía qué pensar. Recordaba a su padre en el taller, siempre debajo de algún auto engrasado hasta las orejas y a su madre cuidando el centavo; jamás se le hubiera ocurrido ni remotamente que su padre se abstuviera de disfrutar de una fortuna que estaba en algún lugar de la pampa esperándolo. 

—Por todo esto Claudio, yo lo he querido convocar por dos razones, una de ellas es que siempre he apreciado a su padre, era un buen hombre; nos comunicamos algunas veces, pero él siempre se negó a recibir ni siquiera plata de mi parte. Un día me dijo que no lo llamara más, y así lo hice; pero ahora yo estoy grande y siento que esa fortuna enterrada allí, ahora le pertenece a usted.

Mañana regreso a Uruguay, allí tengo una chacra que compre con ese dinero y me dedico a la ganadería y crío caballos de carrera, no tengo hijos, solo un hermano mayor que yo, que vive en Francia pero no mantenemos relación. En fin, esta es la historia. 

—La verdad señor, cuando usted me llamó pensé que mi viejo había dejado alguna deuda sin pagar, pero mire usted; pobre viejo; él era así; en este mundo en el que no corre vuela el se interesaba por otras cosas.

El elegante señor Sanchez Olivera, sacó de su bolsillo un sobre, y lo puso sobre la mesa.

—Le dejo esto Claudio, aquí encontrará el lugar, con pelos y señales, estuve allí hace poco, es un potrero que parece abandonado, y además encontrará mi dirección y teléfono en Uruguay, por último, le he hecho un testamento de mi parte hacia usted, para que no tenga inconvenientes en justificar la procedencia de este bien, que no es poco. Será para usted una herencia de un amigo de su padre que no tiene descendencia. Espero sinceramente que lo disfrute y sepa invertirlo bien, su familia se lo merece.  —Después de decir esto, aquel elegante señor, pagó la cuenta, tomó su sombrero, le dio un abrazo a Claudio y se perdió en la noche.



3.



Claudio se quedó mirando ese sobre sobre la mesa del bar mientras su mente recorría episodios de su vida: con sus padres, su esposa, sus hijos, su actual insoportable empleo, cuando quebró con el negocio de los colchones, las deudas. Si la historia contada por ese hombre era cierta, ese pequeño papel contenía una nueva vida para su familia, una vida sin privaciones, una nueva vida de ricos. Pero ¿cuánto dinero significaba esa cantidad de oro?. No tenía idea. 

Por fin solo tomó el sobre, sin abrirlo lo guardó con cuidado en el bolsillo de su saco, y después salió del bar para buscar su auto. Cuando se sentó frente al volante, vio un grupo de jóvenes con gorra qué venían por la vereda. En un instante imaginó que lo asaltaban y le quitaban el sobre, se paralizó el corazón cuando uno de ellos se cruzó, y le hizo una seña frente a la ventanilla, no tenía tiempo de hacer nada, si sacaba un arma estaba perdido, pero el joven solo le preguntó si tenía fuego.




—No fumo. —le dijo con un hilo de voz, tuvo que bajar el vidrio y repetir— no, no fumo discúlpame.

Entonces el muchacho le dijo con una sonrisa si el auto no tenía encendedor.

—Si por supuesto —dijo Claudio más tranquilo— no me acordaba, como yo no fumo.

Por fin entró a su cochera y fue a su departamento. Los mellizos curiosamente esa noche estaban tranquilos mirando una película y su mujer acomodaba ropa en el dormitorio. 

—Tengo algo que decirte, pero después de la cena cuando estemos tranquilos  —le dijo a su mujer tomándola de la cintura. 

—Qué intriga. —dijo ella abrazándolo—  hablé con el tío y me dijo que no nos preocupemos, nos presta lo que necesitemos.

Él mirándola a los ojos  —le dijo—  tal vez no necesitemos que nos preste. 

—No me digas que te aumentaron el sueldo  —le dijo su esposa cruzando sus brazos detrás de su cuello.

—Quizás es algo más importante. 

—¡Más importante!, ¿qué pasó?.

—Tendremos que hacer un viaje a Lobos.

—¿A Lobos?, ya me estás preocupando, ¿no andarás en algo raro verdad?

—No, mi amor, te lo juro, pero te pido que charlemos después de la cena cuando se duerman los chicos.

Después de comer, ella fue a leerle algo a los mellizos y Claudio acomodó la cocina. Cuando todo estaba en calma y en silencio se sentó en el comedor y colocó el sobre en el centro de la mesa. Cuando llegó su esposa ella se sentó frente a él y Claudio comenzó a contarle todo sobre aquel hombre amigo de su padre y todos los  otros detalles. 

Ambos se quedaron un largo rato mirando el sobre cerrado.

—Quise que lo abrieramos juntos. —dijo él tomándole la mano— tal vez todo sea mentira, no lo sé, pero ese señor me resultó convincente. 

—Bueno, abrirlo de una vez Claudio.

Cuando Claudio comenzó a sacar todo el contenido del sobre comenzó a leer en voz alta, primero sacó el testamento que estaba refrendado por un escribano, después había una carta escrita a mano, y por último un papel doblado, con una serie de dibujos e instrucciones para llegar a algún lugar en la pampa cerca de Lobos. 

Por último leyó aquella carta


Estimado Claudio, me gustaría que su viejo hubiera disfrutado de esto, lamentablemente no fue así, su padre era un hombre muy especial. Solo espero que todas sus aspiraciones se concreten, y permítame darle un consejo de este viejo. El dinero es como el alcohol, si se toma en exceso puede embriagar. Por esto le recomiendo que lo administre bien, siempre pensando en lo mejor para su familia. Si alguna vez necesita uon consejo estoy a sus órdenes, esta es mi dirección y teléfono en Uruguay.

Atte. Ramón Sanchez Olivera. 


Marta y Claudio no podían salir de su asombro, tenían una sensación de impaciencia, alegría y temor. Ella se puso a  caminar pensando alrededor de la mesa sin parar. Esto era algo que caía del cielo y parecía que era todo cierto. Pero después de un momento ella se detuvo y dijo. 

—Claudio, no podemos aún asegurar que esto sea verdad, no vaya a ser que este hombre, Sanchez Olivera, que salió de la nada, sea un loco, o un lavador de plata, no se, mira si nos mete en un despelote, todo esto me da un poco de miedo. 

—Si, tienes razón, ¿qué podemos hacer para quedarnos tranquilos?   —dijo Claudio guardando todo esos papeles.

—Mira, primero comprobemos que ese testamento es legal y que ese escribano existe, busquemos en google ahora mismo.

Cuando Claudio buscó en Internet el nombre del escribano, efectivamente figuraba en Facebook y tenía su estudio en Montevideo Uruguay, después buscó al señor Sanchez Olivera y también coincidía todo, tenía un establecimiento ganadero y era criador de caballos de carrera. 

—Todo coincide con lo que me dijo, incluso lo conocía a mi padre muy bien. Yo sé que mi viejo no tomaría algo que no fuera de él ni loco, es probable que más de una vez hubiera tenido deseos de ir a buscar parte de esa fortuna, me acuerdo que en una oportunidad puso con un amigo una rectificadora y se fundió. Estuvo casi un mes sin hablar, imaginate lo que le pasaría por la cabeza. Pero evidentemente no aflojó y empezó de nuevo. Me acuerdo que arreglaba autos en la calle. Un día alguien lo denunció y vino un policía. Se volvió loco, agarró una llave inglesa y rompió un auto, salieron los vecinos a calmarlo.

—Analicemos esto Claudio con calma. —le decía su esposa trayendo el termo y el mate— imagínate que ahí está enterrado todo ese oro; ¿como lo traemos?, y ¿donde lo guardamos? Hay que contratar una caja de seguridad, o diez, no tengo idea de cuanto es.

—Yo tampoco. —le decía Claudio tomando un mate— además con mi auto que tiene los elásticos hechos pelota, no puedo cargar mucho peso.

—¿De cuanto peso estamos hablando Claudio?, o mejor dicho, ¿cuánto dinero es todo eso?

—Veamos, —Claudio consultó en Google— este hombre por lo que me dijo son varios lingotes, no me precisó cuántos, pero un solo lingote aquí dice que pesa unos doce kilos, entonces si multiplicamos doce por…

¡No, me muero!, no puede ser.

—¿¡Qué pasa Claudio!?  —Claudio levantó su vista de su teléfono y miró a su esposa con una cara de asombro como de quien hubiera descubierto la fórmula de la vida eterna, aquí dice que un solo lingote de oro cuesta aproximadamente un millón trescientos cincuenta y seis mil dólares. 

—¡Déjame ver!  —exclamó su esposa arrebatándole el teléfono para comprobar tal cosa—  no lo puedo creer, no lo puedo creer mi amor, somos ricos, ¡somos ricos!. 

—¿Quién es rico mamá!  —preguntó uno de los mellizos qué se había despertado por los gritos.

—Nadie mi amor  —le dijo Marta a su hijo abrazándolo mientras le guiñaba un ojo a su esposo— estábamos haciendo un chiste con papá. 

Después que el pequeño retomó el sueño, Marta y Claudio continuaron con los planes.

—Yo creo que lo primero que debemos hacer, es comprobar si ese oro existe, si está allí enterrado, o solo es una patraña de un loco. —le dijo Claudio en voz baja a su esposa sirviéndose un mate.

—Exacto Claudio, vayamos cuanto antes, si te parece este fin de semana, dejamos a los chicos con mamá y vamos.



4



Claudio y Marta subieron a los chicos al auto, más una canasta con algo para comer y tomar. Después dejaron a los mellizos en la casa de su abuela, con la excusa de que iban a visitar a unos amigos de cuando eran solteros y pensaban salir a cenar, como iban a regresar muy tarde preferían que durmieran por esa noche allí.

—Después que carguemos combustible, tengo que comprar en una ferretería una pala y un pico  —le dijo Claudio a su esposa, parando el auto en la estación de servicio. 

—Quisiera llenar el tanque por favor.

Cuando el playero terminó de cargar el tanque, Claudio le dio su tarjeta de crédito para pagar, pero surgió un inconveniente, la tarjeta no tenía dinero suficiente. 

—No puede ser, pruebe de nuevo por favor.

—No señor, no tiene fondo  —le dijo el hombre devolviéndole la tarjeta. 

Marta buscó en su bolso, y sacó otra de ella.

—Probemos por favor con esta tarjeta señor. 

—Esta si funciona  —le dijo el playero a Claudio, que se había puesto blanco. 

Una vez en el auto exclamó Claudio manejando:

—Quiero ser millonario Marta, nos ¡merecemos ser millonarios!

—Quizás antes que termine este día lo seremos mi amor   —le dijo Marta con una sonrisa.

El viaje, a pesar de que llovía muchísimo, les resultó entretenido, ambos fueron charlando de lo que harían si todo esto que estaban viviendo no era un sueño. Lo primero sería comprar una camioneta de las más grandes y después buscar en un country una casa amplia con mucho parque y pileta. También comprarían una cabaña frente a algún lago en el sur y una poderosa lancha con motor fuera de borda. Una vez que estuvieran acomodados, irían a conocer toda Europa. 

Después de tomar por la Richier cuando doblaron por la ruta 205, comenzó a llover torrencialmente, por fin después de casi una hora llegaron a la avenida Valeria de Crotto. Ese era el cruce que indicaba el mapa. Tomando a la izquierda se llegaba al pueblo de Uribelarrea, había que tomar un camino de tierra que salía a la derecha, desde el cruce a trescientos metros por esa calle de tierra tendrían que entrar al potrero que estaba a la derecha, por último después de cruzar el alambrado tenía que dar ciento cincuenta pasos en forma perpendicular a la calle de tierra. Ese era el lugar, ahí había que excavar. 

En cuanto tomaron por el camino de tierra el auto por el barrial qué había empezó a patinar, y a pesar que Claudio trató de que no se fuera a la zanja, no hubo remedio, quedó encallado con una inclinación de cuarenta y cinco grados y la rueda trasera derecha en el aire. La llovizna le daba a toda la situación una sensación catastrófica.




—Hasta aquí llegamos Marta, ahora si que estamos en apuros, no sé cómo carajo saldremos de aquí.

—Tenemos que esperar que pase alguien y nos ayude, o mejor llamemos al Automóvil Club  —le dijo su esposa mirando que de su lado el agua estaba ingresando por la puerta.

—Hace tres meses que le di de baja, no te acuerdas   —le dijo Claudio.

—Tienes razón, no me acordaba. —contestó Marta con cara de angustia.

Después de un par de minutos en silencio Claudio recapacitó y dijo:

—Bueno, no se ha muerto nadie, tomemos unos mates mientras esperamos, alguien tiene que pasar. 

Por el camino de tierra comenzaron a ver una luz amarillenta, después eran dos, pertenecían a los faros de un tractor, cuando el enorme vehículo estuvo a su lado su conductor paró el motor. Cuando Claudio se bajó del auto sus dos pies se enterraron en un barro muy blando y resbaladizo. Desde lo alto de la cabina del tractor, un hombre de boina roja, le alcanzó una linga muy gruesa.

—Sujetela de algún lado de atrás y después al gancho del tractor  —le dijo amablemente sonriendo— como si fuera una tarea sencilla. 

Claudo, después de agarrar la pesada linga, y querer ir para el lado trasero de su auto, se resbaló y cayó sentado sobre el barro, al querer levantarse sus pies se deslizaban por la superficie sin poder afirmarse, esto hizo que tratara de darse vuelta para apoyar sus rodillas en el suelo, pero un nuevo resbalón lo hizo caer de frente. 

El chófer del tractor viendo que no podía hacerlo se bajó, y lo ayudó a ponerse de pie.

Cuando Claudio se incorporó, parecía una estatua viva de barro, tenía barro, hasta en su cara y su pelo. Su esposa lo miraba por la ventanilla con cara de perplejidad.

El señor de boina tenía botas, y evidentemente sabía manejarse en el barro, porque en unos pocos segundos, ató la linga a algún lugar firme del auto y después el otro extremo al gancho del tractor.

—Suba amigo, enderece las ruedas y mantenga firme el volante.

Después que el poderoso motor arrancó, las enormes ruedas del tractor se movieron. Al cabo de un instante, Claudio y Marta, sintieron el poderoso tirón que dejó su auto sobre la calle. Después el conductor, les golpeó la ventanilla para que la abrieran.

—¿Quieren que los arrastre hasta la ruta?, porque aquí no podrán maniobrar, se quedarán de nuevo. 

Claudio, hecho un desastre, aceptó la propuesta y lentamente fueron arrastrados hasta un lugar seguro en la ruta.

Después de darles las gracias al tractorista, se percataron que el interior del auto estaba lleno de agua sucia y Claudio parecía un espectro aterrador.

Con cierta sensación de ser un par de fracasados, fueron a una estación de servicio próxima, la lluvia era persistente y no parecía que el mal tiempo compusiera. Una vez que pudieron poner el auto en condiciones, Claudio se quitó el barro lo mejor que pudo y decidieron regresar, porque con ese tiempo y ese lodazal del camino, no podían  hacer nada y menos aún excavar.

Cuando estaban próximos al departamento, les pareció que podían dejar a los chicos por esa noche en la casa de su abuela. Fué una excelente idea. Después de comprobar que los chicos estaban bien, una ducha caliente los recompenso por todo lo ocurrido. Pidieron comida, él abrió una botella de vino tinto y sacó dos copas. Ella se puso una salida de baño demasiado transparente, y demasiado corta. Después sucedió lo que ambos deseaban que sucediera.


5



La semana transcurrió bien, sin muchas complicaciones. Llevar a los chicos al colegio, ir al supermercado, las cuestiones y tareas de la oficina que Claudio sorteaba lo mejor que podía. La cotidiana visita de Marta a ver a su madre. Pero entre ellos continuaba la secreta misión que habían postergado. Por las noches después que los chicos se durmieran, comenzaban a planificar la próxima ida a ese lugar. Irían el sábado próximo, estaba anunciado buen tiempo; pero el jueves ocurrió otro percance, por la mañana cuando Claudio quiso poner en marcha su automóvil para ir a trabajar, al dar vuelta la llave de encendido este arrancó, pero a los pocos instantes el motor hizo un extraño sonido, seguido de un un humo blanco que salía debajo del capot.

—Se rompió el auto Marta, no lo puedo creer, justo ahora que lo necesitamos.  

Marta estaba guardando una ropa y de la bronca e impotencia la arrojó con fuerza al piso. 

—¡Cuando podamos cambiarlo Carlos, quiero que lo tiremos al Riachuelo, o mejor lo quemamos!. 

—Te aseguro que lo haremos. —le respondió Claudio con cara de fastidio— pero ahora tenemos que arreglarlo, ¿tu primo podrá hacerlo?

—Con qué cara le pido un favor, después del despelote con la mujer en el cumpleaños de mamá. 

—Bueno, pero la tirantez es con la mujer, no con él. —le dijo Claudio.

Marta lo miró con una cara que lo decía todo.

—A la vuelta de la oficina hay un mecánico, hoy lo iré a ver. —con resignación dijo Claudio colocándose el saco para ir a su oficina. 

El sábado por la mañana llamó por el portero el mecánico para ver el auto. Era un hombre grande, bien vestido, de ese tipo que con solo ver el modelo del auto, el estado de las cubiertas y la ropa del posible cliente, ya sabía cuánto podía llegar a ganar con el arreglo. Cuando Claudio lo llevó a la cochera y le dijo cuál era el vehículo. El mecánico, al verlo, ya supo que estaba perdiendo el tiempo.

Cuando abrió el capó, miró durante unos instantes el motor, midió el aceite y después le pidió a Claudio que lo cerrara.



—Está fundido.  —le dijo de una sola vez sin contemplación alguna. 

—¿Cómo está fundido?  —exclamó Claudio con voz desesperada.

—Si, está fundido. —reitero el hombre—  por algún motivo se quedó sin aceite y estos motores, como todos, sin aceite se funden.

Claudio lo miró como si se estuviera burlando de él. Después le hizo la pregunta de rigor:

—¿Cuánto sale arreglarlo aproximadamente? 

Cuando el mecánico después de hacer unos cálculos mentales le dijo el valor.

Claudio por poco se desmaya, pero vino a su mente que también existía la posibilidad de que en unos pocos días fuera rico.

—¿Trabaja con tarjetas de crédito?,  —le preguntó Claudio a ese hombre con cara impertérrita.

—No  —dijo el señor— solo trabajo de contado.

—Hoy todo el mundo trabaja con tarjetas. —le respondió Claudio. 

—Puede ser, yo no. —le contestó el inconmovible mecánico —  cincuenta por ciento anticipado para pagar la rectificadora y el resto cuando retira el auto, siempre que sea dentro de los dos días porque no tengo lugar en el taller. Si no lo dejo en la calle y no me responsabilizo si le roban las ruedas u otro daño. 

Estaba claro que las condiciones del contrato no eran flexibles. 

—Bueno, lléveselo —dijo Claudio con mal humor.

—Lo vengo a buscar esta misma tarde con una grúa, pero me tiene que dar el dinero por anticipado. 

Esto era el colmo, pero a Claudio no le quedaba otro remedio y necesitaba su viejo auto.

Por la tarde, Claudio y Marta, vieron como el auto era subido al remolque, después que le dieron al mecánico todo el dinero que iba a ser destinado para pagar las esperanzas. 

—No le pregunté cuándo estará listo  —le dijo al mecánico que ya estaba sentado en el camión. 

—Estime unos quince días, si no surge ninguna complicación.  —alcanzó a decir el hombre con la grúa ya en movimiento. 


Continuará 












martes, abril 08, 2025

MISTERIO EN EL FIN DEL MUNDO (primer entrega)



               Muchos pueden suponer que el fin del mundo es solo una frase metafórica; pero yo les aseguro que existe un lugar en Argentina que definitivamente es el fin del mundo. Se llama Puerto Almanza; este pequeño pueblo con algo más de cien habitantes se encuentra en la desembocadura del río del mismo nombre junto al canal de Beagle. Su principal actividad es la pesca de centolla y otros moluscos.

El clima es muy duro para la vida, la humedad, el intenso frío y el viento, que no descansa jamás, contribuye a que sus pobladores lleven una vida muy distinta a otros lugares.




Después que Anibal y Fernando terminaron de descargar el carretón de leña, decidieron ir a cenar algo al bar de Lorenzo; cuando ingresaron, el olor a leña del hogar encendido, el revestimiento de madera que cubría las paredes y los pisos, y las mesas con manteles a cuadro rojos y blancos, siempre con el florerito en el centro de cada mesa, luciendo esas flores silvestres que con cariño juntaba la dueña de la casa, le daba al lugar un aspecto hogareño. 

—Que desean los señores —dijo aquel hombre bajito con su delantal color blanco impecable y la gorra de lana negra que utilizan la mayoría de los pescadores del lugar—. Les recomiendo el guiso de centolla con papas y batatas, con un buen vino tinto o cerveza.

—Además del guiso, ¿hay otro plato para elegir? —preguntó Fernando. 

—No  —dijo el dueño del único bar de todo el pueblo con una sonrisa.

—Entonces elegimos el guiso  —dijo Anibal, agregando— me pregunto si alguna vez podremos comer algo distinto en este boliche de mala muerte.

—Los señores son muy delicados, evidentemente tienen un paladar exquisito  —les respondió aquel hombre con una mueca graciosa, sabiendo que los dos muchachos comían siempre allí, el tradicional guiso de centolla de la señora de Lorenzo.

¡Laura!  —gritó el dueño del bar— aquí los señores se están quejando del servicio de la casa.

De la cocina del lugar, salió una mujer con su pelo atado con un pañuelo y de delantal multicolor, y dirigiéndose a la mesa de los dos jóvenes les dio un beso en la mejilla a cada uno y les dijo:

—Diganme que quieren comer la próxima vez, que yo se los preparo.

—¿Cómo puede ser posible Laura?,  —le preguntó Aníbal— que te hayas casado con este hombre, habiendo tantos buenos partidos en este mundo.

—Son esos errores que se cometen cuando una es joven  —dijo Laura, abrazando a su esposo, el cual, riendo, despeinó con sus dos manos a ambos jóvenes. 

Después de cenar, los dos muchachos y Lorenzo se quedaron charlando de los temas de siempre: el estado de la ruta, el costo de la leña y el gas, y la endeble línea eléctrica que llegaba al pueblo, la cual los dejaba sin energía constantemente. Pero esa vez surgió un tema nuevo sobre algo que jamás había ocurrido. 

Durante la sobremesa, Aníbal cargando su pipa trajo a la mesa lo que le había ocurrido. 

—Ayer a la tarde, cuando estaba cargando leña, ya estaba anocheciendo, y me pasó algo muy extraño. Cuando no hay nadie trabajando en el aserradero es muy silencioso, pero en un momento, escuché como si alguien hubiera arrojado con fuerza una madera contra las chapas, pensé que era Don Jaime que todavía andaba por ahí, pero cuando fui a ver para saludarlo no había nadie. Al regresar a la camioneta, sentí el mismo ruido otra vez, pero más fuerte, al ir de nuevo, no había nada.

—Quizás era una pila de tablas mal acomodadas, suele pasar que se doblan al secarse y sede alguna  —le respondió su amigo sin darle mucha importancia a lo ocurrido.

—No, todo estaba ordenado como siempre. También pensé que podría haber sido un animal que se llevó por delante una pila de maderas y estas calleron sobre las chapas, pero tendría que ser enorme, y yo jamás he visto un animal grande en esta zona. 

—Bueno, hablando de hechos raros  —dijo Fernando encendido un cigarrillo— el dia que fui a pescar con Mario, cuando tu no podías venir, ya habíamos juntado la red y antes de poner en marcha el motor, sentimos un golpe muy fuerte en el casco del barco que lo sacudió lo suficiente para pensar que habíamos encallado, pero no podía ser una piedra porque estábamos muy lejos de la costa, nos quedamos en silencio y no ocurrió nada más. 

Cuando Aníbal y Fernando estaban hablando de estos temas Lorenzo se acercó a ellos con una bandeja con tres tazas de café caliente y tres copas con coñac, después de dejarla sobre la mesa agregó una astilla al hogar, el cual brindaba con su fuego un ambiente acorde a una charla entre amigos, después se sentó en la mesa frente a ellos.

—Dicen que este invierno será terrible  —les dijo Lorenzo—, sumado a que aumentará el precio de la luz y el gas.

La charla entre los tres amigos se prolongó en esos temas que siempre importan a los habitantes de un lugar, hasta que Anibal y Fernando le contaron esos hechos extraños.

—Es curioso —me pasó algo también muy raro, serían las dos de la mañana cuando escuchamos con mi señora sobre el techo de nuestro dormitorio un fuerte ruido que nos despertó; yo salí de inmediato con mi escopeta al patio desde donde se puede observar todo el faldón del techo del dormitorio, pero no había nada  —les contó Lorenzo tomando un sorbo de coñac—, lo extraño fue que mi perro sultán que ante cualquier ruido extraño ladra con fuerza, esta vez se quedó acurrucado y en silencio como si tuviera miedo por algo.

Los tres amigos se quedaron en silencio un rato, y después Fernando dijo en voz baja mirando el fuego:

—No se si es una idea loca, pero desde que llegó el forastero inglés, empezaron a ocurrir cosas extrañas; aquí nunca pasó nada raro, pero al segundo día de su visita, se incendió la forrajeria y los bomberos no pudieron determinar las causas.

—Le comentó Nora a mi esposa que solo sale de su pieza por las tardes y regresa de noche muy tarde, siempre lleva una mochila  —agregó Lorenzo terminando de tomar su coñac de un trago— pagó su habitación por adelantado por un mes, se registró como Oliver Smith; Nora googlea a todos sus clientes de su hotel para saber a que se dedican, pero con ese nombre no encontró nada. 

Cuando la conversación de los tres hombres se prolongaba en conjeturas cada vez más insólitas, unos fuertes golpes se sintieron en la puerta, y en el mismo momento se cortó la luz dejando al salón en penumbras solo iluminado por las llamas del hogar. 

Lorenzo tuvo que encender un farol, cuando abrió la puerta y elevó el brazo para iluminar esa negra silueta, era un  hombre de casi dos metros de alto con campera de cuero, con gorro de explorador, y una cara enjuta inexpresiva con una barba de algunos días; era el inglés del que estaban hablando hacía un instante con sus amigos. Esto lo tomó tan de sorpresa a Lorenzo que no atinaba a decir palabra: pero aquel hombro con su voz ronca por efectos del tabaco y hablando en un muy mal castellano le dijo:

—Disculpe, ya se que es muy tarde, pero tal vez me podrían atender.

Recuperándose de su asombro, Lorenzo le respondió:

—Si, por supuesto señor, podemos atenderlo. 

El inglés se sentó en la mesa más alejada de la de los dos jóvenes, en donde el dueño de casa colocó un farol encendido, después, el forastero se quitó su mochila la cual al apoyarla sobre el piso de madera retumbó en todo el salón, evidentemente llevaba algo pesado, después de quitarse la campera y el gorro, sacó su pipa y una libreta de anotaciones; después de elegir la cena, pidió una botella de whisky.




Cuando Lorenzo se perdió con su farol en la cocina, Anibal y Fernando se quedaron en silencio sin saber que hacer o decir; cuando repentinamente aquel hombre misterioso se paró y se dirigió caminando hacia la mesa de los dos jóvenes quedándose parado frente a ellos.

Ambos pensaron que el corpulento inglés ahora sacaba un cuchillo u otra arma y los agredía sin mediar palabra, pero lejos de eso, dirigiéndose a Fernando le dijo:

—disculpe joven, no tendría fósforo, los míos se han humedecido.


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domingo, abril 06, 2025

MISTERIO EN EL FIN DEL MUNDO (segunda entrega)


          El salón de Lorenzo y su esposa cumplía las funciones de restaurante, sala de reuniones para cumpleaños, y el centro de organización de la fiesta anual de la cerveza artesanal; también como frecuente lugar de encuentro para los vecinos, en su mayoría pescadores, siendo uno de los juegos preferidos por ellos en las largas noches de invierno el ajedrez, acompañado por cerveza, coñac, vino o whisky. Cuando se reunían varias parejas para jugar, una densa humareda proveniente de sus pipas o cigarrillos inundaba todo el lugar.

Esa noche que por primera vez fue a cenar el inglés, no había nadie, excepto Anibal y Fernando que no encontraron nada mejor que hacer que jugar una partida, y de paso observar al forastero. El corpulento hombre cuando terminó de cenar, comenzó a escribir en su libreta muy concentrado mientras fumaba y tomaba whisky, sin lugar a duda era un gran bebedor, porque se tomó antes de irse media botella, la cual, después de pagar su consumición la introdujo en su mochila y se retiró.

—Este hombre me resulta misterioso  —dijo Fernando a su amigo, moviendo su alfil con preocupación. 




—A mi también me provoca la misma sensación, pero no se puede conjeturar nada sobre alguien que no conocemos  —dijo Anibal moviendo su torre con seguridad y cantando:  —¡jaque mate!.

Su amigo lo miró sorprendido y después exclamó:

—Suerte de principiante.

—El ajedrez no es un juego de azar es un juego ciencia y solo ganan los más inteligentes. —respondió Anibal con una sonrisa de satisfacción. 

Cuando estaban guardando las fichas, regresó la luz. 

—Mañana quiero salir temprano  —le dijo Aníbal a su socio y amigo.

—De acuerdo capitán, usted manda.


La mañana era muy fría, no obstante el viejo Umberto y su hijo Pedro, zarparon del muelle, el agua estaba con un fuerte oleaje que sacudía a su bote como si fuera de papel, pero estos dos rudos pescadores no le temían al salvaje canal, era su trabajo de ayer, de hoy y de siempre. 

Cuando llegaron al lugar preestablecido arrojaron el ancla y se abocaron a recoger sus trampas; la captura fue poca, como ocurría últimamente la centolla escaseaba, pero no quedaba otra cosa más que insistir, una y mil veces. Cuando terminaron, abrieron la sesta en donde la madre de Juan les había preparado, un termo con café caliente y unos pasteles.

El viento golpeaba sus rostros y se les hacía difícil escucharse.

—¡Para el lado de Chile dicen que hay muchas! —le gritó Juan a su Padre, viéndole la cara de disgusto. 

—¡Sí, pero estamos en Argentina, y aquí no se respetan las buenas prácticas. ¡En Chile serán más cuidadosos!. 

—¡Intentemos en ese lugar que me dijo Anibal, dicen que allí hay muchas y de buen tamaño! —lo entusiasmó su hijo.

—¡Corremos el riesgo de quedarnos sin combustible y en un día como hoy, es muy peligroso!  —le contestó Umberto a su hijo abriendo el cajón con cebo para cargar las dos jaulas que quedaban. 

Después de arrojarlas por la borda curiosamente el viento cesó; no era frecuente algo así, pero no imposible. Padre e hijo se quedaron en silencio escuchando como el suave oleaje golpeaba la cubierta de su bote, imprevistamente un banco de niebla los rodeó y de un momento a otro no veían ni sus caras.

—Solo esto nos faltaba  —dijo Umberto malhumorado. No le gustaba tener que regresar a ciegas. 

—Será mejor que esperemos para ver si la niebla se despeja  —le dijo Juan a su hijo. 

En ese mismo instante sintieron un pequeño golpe en el casco, pero pasado unos minutos, otro fuerte golpe, por poco da vuelta el bote.

—¿¡Qué es esto!? —dijo el padre de Juan. 

—Debe ser un Mero o tal vez un tiburón  —dijo el hijo de Umberto.

—Ha sido algo mucho más grande, —respondió Umberto, tratando de ver algo a través de esa niebla impenetrable. De pronto, muy cerca, algo golpeó la superficie con tal fuerza que el agua helada que levantó los alcanzó y los empapó por completo; esto alarmó a ambos hombres que sintiéndose indefensos ante algo desconocido; pensando que aquello podría hundir su embarcación, cada uno tomó un remo y sin ver, golpearon la superficie del agua con todas sus fuerzas; algo allí nuevamente golpeó el bote con tal fuerza que el hijo de Juan cayó al agua, de inmediato su padre que se pudo sostener a la cadena del ancla le extendió su remo para que su hijo se aferrara. 

—¡No te sueltes!  —le gritó su padre desesperado— cuando pudo sostener a su hijo del chaleco salvavidas lo ayudó a subir de nuevo a cubierta, pero esto no significaba que estuvieran a salvo. Al cabo de unos instantes, escucharon un nítido y espantoso rugido que se podría decir que era de una bestia salvaje, ambos hombres quedaron paralizados esperando un último ataque del que sabían que no podrían sobrevivir. 

A la mañana siguiente en el puerto la noticia se propagó de inmediato, Umberto y su hijo no habían regresado, nadie los había visto, la prefectura naval Argentina estaba pronta a zarpar con su lancha; las mujeres de ambos pescadores estaban desesperadas, un grupo de señoras trataban de consolarlas, quedaba siempre la esperanza que aún estuvieran vivos, tal vez solo habían tenido un problema con el motor, pero lo que más preocupaba a los pescadores veteranos era que en ningún momento pidieron auxilio por su radio VHF. 

Anibal y Fernando charlaban con los otros pescadores muy preocupados, en Almanza todos se conocían, era una gran familia, Umberto y su hijo eran muy queridos por ser atentos y serviciales, Pedro era muy amigo de ambos y un experto mecánico, en varias oportunidades los había sacado de apuros. En aquellas latitudes los conocimientos se comparten más que utilizarlos como fuente de ingresos.

Umberto era un hombre muy querido por ser maestro de novatos pescadores, y este acontecimiento preocupaba porque todos sabían que su principal enseñanza a los jóvenes no tenía nada que ver con cebos, trampas o centollas; era fundamentalmente la seguridad.

Desde la ventana de la habitación del hotel, el inglés observa todo el lamentable acontecimiento del puerto. 





CINCO AÑO ANTES


En la sala de reuniones de “Colossal Biosciences" en Estados Unidos, un joven con delantal blanco y corbata, les hablaba a un grupo de cincuenta científicos de todo el mundo. 

—Señoras, señores autoridades, en representación de este centro de investigación, me es grato decir que nos encontramos en el último tramo de esta investigación, en donde podemos anunciar que hemos vuelto a la vida a la especie Aenocyon dirus, el  lobo terrible, extinto hace más de diez mil años. Los primeros tres embriones gozan de buena salud.

Después de este anuncio estallaron los aplausos.

—Quedo a su entera disposición para realizar las preguntas que ustedes deseen hacerme.

—¿Los embriones a los que usted se refiere son todos machos?  —dijo una joven de anteojos ubicada en las últimas filas.

—No, por fortuna son dos machos y una hembra.

—¿Cuál será el hábitat para que se desarrollen?  —preguntó un hombre mayor.

—Nuestra institución posee una estancia en Argentina, más precisamente en la provincia de Santa Cruz, allí tenemos un importante complejo para poder seguir de cerca las evoluciones de estos animales.  —respondió el disertante.

—¿Que ocurriría si estos animales, por algún motivo fortuito escaparan, y se reprodujeran sin control, en un entorno menos agresivo del que tenían en su época?  —dijo un joven desde las últimas filas.

—Nuestras instalaciones poseen un sistema de seguridad infalible, algo así no podría ocurrir.  —remarcó el profesional desde el estrado. 

—Pero suponiendo que ocurriera un lamentable accidente; ¿tienen previsto el impacto que provocaría estos animales en la fauna autóctona y más aún, en los habitantes de esos lugares?,  —reiteró el mismo joven. 

—Definitivamente nuestras instalaciones son invulnerables, no existe ninguna posibilidad de algún error o accidente.

—¿Otra pregunta?.


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sábado, abril 05, 2025

MISTERIO EN EL FIN DEL MUNDO (tercer entrega)

 


          Después de una semana, la prefectura interrumpió la búsqueda de los dos pescadores sin siquiera encontrar restos flotando que dieran algún indicio de lo ocurrido. Se organizó una misa y después se arrojaron dos adornos florales al mar. Todos los pescadores organizaron una colecta para las viudas de los infortunados hombres. 

La esposa de Pedro trabajaba como maestra en la escuela, pero a pesar de su duelo solo faltó un día, porque sabía que la contención que brinda el colegio para el grupo de doce chicos que allí asisten era indispensable. 

La pequeña escuela era un galpón con paredes y piso de madera, techo a dos aguas de chapa y contaba con una salamandra que permanecía encendida todo el invierno. Cuando la nieve caía en puerto Almanza todo el pueblo se convertía en una pintoresca postal con sus pequeñas casas echando humo desde sus hogares y salamandras.

Todas las tareas en la escuela se repartían entre la maestra y los tres alumnos mayores; desde preparar el refrigerio para los más chicos, limpiar, mantener encendida la salamandra y lavar las tazas y platos. Habían transcurrido quince días de la fatal pérdida de Umberto y su hijo Pedro, cuando una mañana que la nieve caía copiosamente, Jorge, el más corpulento de los jóvenes, salió para traer más leña. La leñera se encontraba detrás de la cocina, la cual tenía una puerta por donde se entraba toda la mercadería; en Puerto Almanza no existía inseguridad, por lo cual nadie cerraba las puertas ni con llaves ni con trancas.

Después de salir Jorge dejó la puerta abierta porque regresaría con sus dos brazos ocupados cargando las astillas. Al regresar y cerrar la puerta, observó sobre el piso un charco de agua que antes no estaba. Después de descargar la leña que traía, desde la sala de trabajo entró a la cocina Gloria. 

—Pensé que te habías tropezado con algo  —le dijo la maestra a Jorge—, escuché un fuerte golpe. 

—No, recién entro, pero me llama la atención esta agua sobre el piso. 

Ambos se quedaron mirando lo ocurrido, pero no encontraron una explicación lógica, el techo de la escuela no tenía goteras y esa cantidad de agua parecía como si alguien hubiera volcado un balde entero. 

En ese preciso momento, algunos chicos de la sala comenzaron a gritar:

—¡señorita!, ¡señorita!.

Cuando Gloria entró a la sala, todos los chicos estaban mirando por una de las pequeñas ventanas que daban al patio.

—¿Qué ocurre chicos?  —preguntó preocupada Gloria. 

Varios chicos se apresuraron a contestar. 

—¡Vimos pasar corriendo a dos perros enormes!, ¡eran grandes como caballos!, ¡y muy peludos!, ¡se fueron para la costa!.

De inmediato la maestra llamó a la policía, porque todos los chicos estaban muy sobresaltados, no era frecuente algo así, porque la mayoría de ellos tenían mascotas, tampoco eran asustadizos; evidentemente lo que vieron no era normal.

—Comisario Funes, habla Gloria, los chicos han visto unos animales muy extraños y están asustados.

—Voy para allá  —respondió el comisario.

El comisario Funes era un hombre muy experimentado, toda su vida trabajó en la repartición y ahora estaba a dos años de jubilarse. Vivía con su familia en Puerto Almanza y no pensaba irse jamás de allí. En la comunidad no ocurrían hechos graves, en invierno solo surgían problemas en los caminos de acceso por la nieve o algún vecino que tenía un desperfecto técnico con su automóvil.

Cuando el comisario llegó a la escuela, todos los chicos se le abalanzaron gritando al mismo tiempo dando diversos comentarios inentendibles. Después de que la maestra los calmó les dijo que sacaran una hoja y dibujaran lo que habían visto. En ese preciso momento le sonó el celular al comisario, cuando atendió, era el vecino lindero a la escuela con una novedad muy desagradable; había encontrado en su campo tres terneros muertos, pero le pidió que tendría que ver lo ocurrido porque no era algo normal. Estando en el campo vecino el dueño lo llevó a ver aquello. Los tres terneros estaban descuartizados, pero parecía que los habían pasado por una enorme trituradora. 

El comisario regresó a la escuela de inmediato y Gloria le entregó los dibujos de los chicos, eran irrefutables, todos habían dibujado dos enormes perros, color gris, con grandes colmillos y ojos muy grandes.

—Debemos de dar una alerta de inmediato  —le dijo el comisario a la maestra— Cierren las puertas, que los chicos no salgan y avisemos a los padres que vengan a buscarlo; yo organizaré una reunión en el comedor de Lorenzo y Laura esta misma tarde, me temo que estamos amenazados por unas bestias muy peligrosas, que a decir verdad, no se de donde diablos salieron.   


UN AÑO ANTES, EN ALGÚN LUGAR EN EL SUR DE SANTA CRUZ


Los dos encargados de campo regresaron de poner carne en los lugares establecidos y verificar el comportamiento de los animales, después de estas tareas realizaban el informe correspondiente; pero esta vez tuvieron una sorpresa


Informe del día martes correspondiente al comportamiento de los tres especímenes Aenocyon dirus, (lobo terrible)


Hoy la hembra se comporta de forma extraña, se la nota agresiva, con los machos sucede algo parecido, no buscan los alimentos como siempre. Cuando nos vieron aproximarnos los tres especímenes se colocaron en una posición de ataque. También pudimos corroborar que la cerca tenía señales muy claras de deformación. En nuestra opinión, los tres animales están sufriendo estrés por el encierro. Solicitamos instrucciones.


Informe del dia miercoles:

Hemos comprobado que no comieron sus alimentos y se los nota más inquietos que ayer, la hembra se abalanzó rugiendo sobre la cerca al vernos y después ambos machos hicieron lo mismo. Solicitamos instrucciones.


Las instrucciones por algún motivo, nunca llegaron.


El guardia de la noche del día miércoles estaba distraído hablando por teléfono con su novia en la oficina de control, en la cual se encontraban los monitores que controlan las diez cámaras nocturnas de todo el predio de treinta hectáreas, cuando de pronto se disparó la sirena de la alarma;  al mirar los monitores, los tres animales ya no estaban. Salió al patio y subió a la camioneta. Arrancó y encendió los reflectores para poder controlar el robusto y alto cerco perimetral del predio; en el sector más alejado de las oficinas pudo observar que el mismo estaba abierto, cuando se bajó con el arma reglamentaria y su linterna. Al acercarse al alambrado de grueso calibre, estaba cortado como si se lo hubiera hecho con un poderoso alicate. En el momento que sacaba las fotos para informar lo ocurrido, sintió un tenue ruido a sus espaldas. Lo último que vio el desafortunado joven fue a una de esas bestias de más de cien kilos que saltaba sobre él.   




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viernes, abril 04, 2025

MISTERIO EN EL FIN DEL MUNDO (cuarta entrega)


         Después de ver los dibujos de los chicos del colegio y  cómo estaban los restos de los terneros en el campo vecino. Al comisario Funes no le quedaban dudas de que el pueblo de Almanza enfrentaba una amenaza enorme; evidentemente se trataba de animales depredadores que jamás habían visto en la zona. Desde su oficina convocó a una reunión urgente para todos los hombres desde el grupo de Whatsapp de los vecinos, para esa misma noche en el salón de Lorenzo y Laura, recomendando que las mujeres se quedaran con sus hijos chicos en sus casa con la puertas y ventanas cerradas. La novedad alarmó a todos, llenando la casilla de mensajes del comisario, preguntando qué pasaba.

Ocupado en calmar a los vecinos, alguien golpeó la puerta de la comisaría, era el inglés.

—Quisiera hablar con usted comisario, mi nombre es Oliver Smith, sé muy bien lo que está ocurriendo.

Después de hacerlo pasar a su oficina, el comisario escuchó atentamente lo que este hombre tenía para decirle.

—Yo trabajaba en una empresa estadounidense dedicada a investigaciones científicas con el ADN de animales extintos. Usted comisario, o mejor dicho esta comunidad, está amenazada por unos animales genéticamente modificados, que se lo puedo asegurar, son una máquina perfecta de matar. —el corpulento hombre con su cara inexpresiva, encendió su pipa y continuó hablando—  Al principio no estaba muy seguro que fueran ellos, pero ahora lo puedo asegurar; son tres lobos terribles. A diferencia de las especies actuales, estos animales son sanguinarios, astutos, y sumamente inteligentes.

El comisario preocupado le preguntó:

---¿Cómo sabe usted todo esto?.

—La historia ya no tiene importancia. Fue un experimento del cual yo fui muy crítico desde el primer momento, y renuncié. No me equivocaba, algo falló y ahora estos animales están sueltos y es muy probable que la hembra tenga crías, por lo cual, las consecuencias pueden ser catastróficas. La desaparición de los dos pescadores, es altamente probable que hayan sido ellos, son excelentes nadadores. 

—Acompáñeme a la reunión de esta noche, los vecinos deben saber a qué nos enfrentamos. —le dijo el comisario buscando en el cajón de su escritorio las cajas de cartuchos para su escopeta—  ¿Usted tiene armas?.

—Si  —respondió el inglés, tocando su mochila.


En el salón de reuniones estaban todos los hombres de Almanza y algunas mujeres que no tenían hijos que cuidar, todos hablaban conjeturando diversas opiniones, la maestra pego’ en una de las paredes, los dibujos de los chicos, y el vecino al que le mataron los novillos mostraba las fotos de los irreconocibles cuerpos. Cuando llegó el comisario junto al inglés, las conversaciones se apagaron y ubicados en el centro de los presentes el comisario empezó su breve discurso. 

—Señores, lamentablemente tengo que decirles que una grave amenaza nos acecha, unos animales sumamente peligrosos están en algún lugar muy próximo a nuestro pacifico pueblo. Quiero que presten atención al señor  Oliver Smith, que les dirá qué características tienen estos animales que los hacen muy peligrosos. 

Cuando el inglés explicó las características de los tres lobos terribles, todos los presentes se quedaron en silencio.

El primero que habló fue el dueño de la gasolinera:

—¿Que nos impide ir a buscarlos y matarlos?, al fin de cuentas son solo lobos. 

Nuevamente el inglés intervino:

—Lamentablemente señor, estos animales, en este preciso momento están pensando cómo y cuándo matarnos a nosotros. Tenga en cuenta que hace diez mil años se enfrentaban con mamuts varias veces más grandes y pesados que ellos, y se los comían. 

Fernando que se encontraba junto a su amigo preguntó:

—¿Qué debemos hacer entonces, no creo que debamos escondernos?.

—Por supuesto que no —dijo el comisario—, lo que tenemos que procurar es ser más inteligentes que ellos; aquí con el señor Smith, tenemos una idea que no es ni simple, ni sencilla; es bastante peligrosa; pero les aseguro que por mi experiencia con criminales no tenemos muchas otras opciones. 

Cuando se explicó el plan, muchos consideraron que era una locura hacer algo tan arriesgado, pero el Inglés se ofreció a ser el señuelo humano porque decía que él conocía las mañas de estos peligrosos animales. Y de alguna forma sentía cierta responsabilidad por haber formado parte de este descabellado proyecto.

El plan consistía en ocupar un bote y dejarlo anclado próximo a la costa, el inglés sería el que estaría en el bote, solo. Cuando las fieras lo quisieran atacar, desde un lugar estratégico desde la costa, los mejores tiradores con carabinas matarían a las fieras. Pero en Almanza solo había tres buenos tiradores, Anibal, Fernando y el comisario. El inglés a pesar de estar armado, y solo en el bote, no podría jamás contener a estos sanguinarios y astutos animales. 

Cuando la reunión estaba finalizada. Se cortó la luz, este imprevisto que en otras circunstancias no hubiera provocado preocupación, ahora con tres amenazas de cuatro patas escondidas en cualquier lugar, tal vez esperando una oportunidad para atacar; cambiaba la tranquilidad de todos los habitantes de Almanza por incertidumbre y temor. Se decidió que todos los vecinos con vehículo acompañen hasta sus casas a los que estuvieran a pie. 

Esa primera noche del pueblo amenazado fue muy larga, la penumbra aumentaba un clima de profunda desprotección, y a esto se sumó que el silencio fue interrumpido por el característico y nítido aullido de los lobos que todos escucharon como un presagio de que los tranquilos días de Almanza habían terminado.

A la mañana siguiente en la comisaría se reunieron Anibal, Fernando, el inglés y Funes, sobre una mesa desplegaron todas las armas, las controlaron y las cargaron, también además de las carabinas la cuales contaban con mira telescópica, todos llevarían armas de mano. La idea era que el bote con el señuelo humano, se retirara de la costa unos cincuenta metros. Pero el día despuntó con una bruma persistente que dificultaba la visión de los francotiradores. Como medida de seguridad, todos estarían comunicados con wokitokis, y el comisario estaría preparado con su lancha que era muy rápida y la conduciría Lorenzo; ante el requerimiento del inglés estarían junto a él en unos pocos segundos.

Anibal y Fernando se colocarían sobre el techo de un depósito que era el lugar más alto, para la perspectiva qué necesitaban.

Cuando todo estuvo preparado, el inglés se subió al bote llevando en su mochila algo de comer, cuatro revólveres y una botella de whisky. 

Después de poner en marcha el motor, el bote se fue alejando del muelle lentamente hasta ubicarse en la posición establecida.




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