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lunes, septiembre 11, 2023

LA MINA DE COBRE QUE SE CONVIRTIÓ EN UNA MINA DE ORO

 


Existen personas que por temor a enfrentar un destino desconocido, continúan viviendo muy mal, sin comprender que atreverse puede ser la diferencia entre una vida miserable, u otra vida digna.

Se suma a esta realidad, aquellos que se aprovechan de esa falta de coraje, y logran apoderarse de la vida y del producto del trabajo de esa gente; se convierten en sus presuntos protectores, y solo son astutos ladrones de sus sueños y su futuro.

La falta de educación, es el cepo que los sujeta a su amargo destino.


F.B.


        Esta historia que les quiero contar estimado lector, ocurrió en un pequeño pueblo minero ubicado al pie de la cordillera de los Andes, en la provincia de San Juan, cuyo nombre no importa porque ya no existe; en total vivían allí unas cien familias que dependían del trabajo en una mina que extraía cobre.

El dueño de la mina era un hombre mayor, soltero, y codicioso, llamado Don Severo; su nombre respondía con justicia a su forma de ser. Conducía su empresa con mano férrea; los dos capataces uno para cada turno, controlaban a los mineros con severidad, si alguno de los hombres bajaba su rendimiento, se lo suspendía por toda una semana y perdía su jornal. 

Los trabajadores vivían en unos ranchos de adobe con techo de palos y paja junto a sus mujeres que también debían trabajar a la par de su esposo en el campo, cuidando las cabras, las gallinas, y la quinta del único dueño de la tierra, Don Severo; de esa labor salía todos los alimentos para todas las familias. Don Severo no les permitía tener hijos, si eso ocurría, de inmediato la madre era expulsada del pueblo junto a su hijo, y liberada a su destino, que en esos parajes era una sentencia de muerte.

Cuando llegaba el día de cobrar, todos los hombres debían de hacer una larga fila frente a la enorme casa de Don Severo, la cual estaba alejada del caserío y era de ladrillos revocada, y éste, sentado en una mesa en la galería de su enorme casa, con sus botas de cuero, el trabuco sobre la mesa, su sombrero negro de ala ancha, y sus gruesos bigotes, les extendía a cada humilde hombre un papel con un sello que decía $1000, después de recibir dicho papel, tenían que llevarlo al galpón principal, y allí los dos ayudantes de Don Severo se lo canjeaban por la mercaderías para toda la quincena. 

Los dos capataces eran unos malhechores armados que venían todos los días de algún lugar a lomo de burro, uno por la mañana, y otro por la tarde, por lo general algo entonados por la ginebra, esto hacía que las órdenes hacia los obreros fueran abusivas y desmedidas. En una oportunidad, un joven llamado Isidro que quiso levantar la voz fastidiado por el mal trato, recibió un culatazo en la cabeza que perdió el conocimiento, así era el clima de trabajo en la empresa de Don Severo. 

Una noche de verano, Isidro junto a su mujer estaban hablando y contemplando un cielo estrellado majestuoso; soñaban con poder tener hijos, pero siempre surgía la misma pregunta, ¿cómo?. En ese lugar infame, era un deseo imposible; la única posibilidad era irse de allí muy lejos, pero sin plata, como lograrían afincarse en otro lugar, conseguir un trabajo, otro rancho. Se sumaba a su situación que ni siquiera sabían leer ni escribir, esto último era un obstáculo enorme. Pero cuando un sueño se convierte en un firme propósito, todo es posible.

Después de tomar ambos unos mates con galletas, Isidro se dirigió a su trabajo y su mujer al suyo.

La campana para presentarse en la mina sonaba a la madrugada, antes de la salida del sol, y ese turno terminaba al mediodía para ser reemplazado por el turno de la tarde.

Lo que restaba del día Isidro ayudaba a su mujer en el campo; ese día cuando regresaban cansados, en el camino a su rancho se cruzaron con uno de los capataces que era un matón que olía a sudor mezclado con alcohol, y en forma descarada le gritó a Isidro:


—¡¿A cuanto me vendes a tu china Isidro?!, —después de esta ofensa insoportable, el bruto y sinvergüenza continuó su camino a las carcajadas. 


El joven Isidro cerrando sus puños, le iba a contestar el agravio, pero su mujer lo tomó del brazo para que no hiciera una locura. Esa misma noche Isidro le prometió a su mujer que la sacaría de ese lugar de cualquier forma, lo antes posible. 

Cuando trabajaban en la mina, no se les permitía hablar, no obstante Isidro tenía un amigo llamado Ramón; cuando picaban la piedra, se ponían a la par, y cuando el capataz se distraía yendo a buscar agua, los dos aprovechaban para entablar alguna conversación que siempre comenzaba con alguna queja. Pero esta vez Ramón le dijo a Isidro: 


—Mira Isidro, yo no aguanto más, esto no es vida, es una tortura sin porvenir, vamos a dejar nuestros huesos en esta montaña y nadie en el mundo se va enterar, ni tampoco nadie vendrá a ayudarnos; cuando vinieron los de la inspección ni vinieron para acá, solo van a la casa del trompa, chupan, comen, y se van con plata, no les interesamos. 


—Decime que querés hacer y yo te acompaño hermano, aunque deje el pellejo. —le dijo Isidro a aquel hombre, mirándolo a los ojos irritados por el polvo que flotaba en el ambiente.


—Tengo un plan Isidro, es riesgoso, pero otra cosa no podemos hacer si queremos terminar con esta vida que no es vida. —le dijo Ramón con la boca tapada por su pañuelo. 


Don Severo cometió un solo error, pensar que con solo cuatro malvivientes armados, podía controlar a casi cien hombres, a los que alimentaba bien, porque los necesitaba sanos y rudos para picar la piedra y acarrear las bolsas; eran hombres muy fuertes, pero mansos como ovejas, hasta que un día, el menos pensado, se convirtieron en leones.

Isidro y Ramón todas las noches, ocultos por la oscuridad visitaron a cada familia para contarles el plan, los más jóvenes aceptaron de inmediato, pero los más viejos eran más difíciles de convencer, por fin se involucraron, curiosamente sus esposas los intimaban a hacerlo. 

Ese día al concurrir a la mina, tres muchachos robustos se ocultaron en una de las galerías antiguas, y cuando el capataz regresó en busca de agua, lo sujetaron, lo maniataron, y le taparon la boca con un pañuelo; cuando llegó el recambio y se presentó el otro capataz, le dijeron que el anterior estaba descompuesto, y este al ir a ver qué le pasaba a su compañero sufrió el mismo destino; ahora solo les restaba reducir a los dos sirvientes de la casa y a Don Severo.

Isidro y Ramón serían los encargados, tomaron las armas de los capataces y las ocultaron en sus ropas, después se dirigieron a la casa del patrón. 

Cuando llegaron a la galería Don Severo estaba sentado en su repostera fumando; cuando vio a los dos acercarse gritó:


—¡¿Qué están haciendo ustedes dos acá?, deberían estar trabajando!


—Queremos hablar con usted Don, el capataz nos permitió venir —dijo Ramón. 


—¡¿Y qué quieren?!, —dijo el viejo con voz autoritaria. 


Cuando Ramón e Isidro se acercaron, sin darle tiempo a nada, sacaron sus armas y le apuntaron.


—¡Quedate quieto hijo de una gran siete!, —gritó Ramón, mientras Isidro le quitaba el arma de su cintura.


—¡Me matan! —gritó con fuerza el viejo para que lo escucharan sus sirvientes.


Al instante, uno de los sirvientes, se asomó desde una puerta y al ver lo que estaba pasando disparó su arma hiriendo a Isidro en la pierna, pero este, apuntándole al pecho disparó, y el hombre cayó muerto. Restaba el otro sirviente que al ver toda la situación desde la ventana de la cocina, salió corriendo hacia el campo.

Después de esto una veintena de hombres, estaban rodeando a Don Severo, que no paraba de maldecirlos, hasta que lo ataron y le taparon la boca con una gruesa soga. A Isidro lo llevaron a su casa para que su mujer lo pudiera atender.

Después de toda esa jornada de tensión, todos los hombres se reunieron en el patio de la casa principal para deliberar que iban a hacer, Isidro con su pierna dolorida también participaba.

Todo aquel que quisiera hablar podía hacerlo; los comentarios iban de un extremo a otro; algunos querían que los mataran a los tres, y otros, volver a como funcionaba todo antes, pero siempre y cuando Don Severo se comportase mejor con ellos.

Viendo esta cantidad de disparatadas ideas que se debatían, Ramón tomó la palabra. 


—Amigos, quiero advertirles algo que en algunos días va a pasar, cuando en la ciudad se sepa que alguien murió aquí, vendrá la autoridad a ver que pasa, y es probable que si liberamos a Don Severo y sus dos capataces, ellos hablen, y nos culpen de revoltosos y violentos a nosotros. Entonces nos llevarán a la cárcel, y Dios sabe qué ocurrirá con nuestras mujeres. Por lo cual en mi opinión debemos de pensar algo mejor.


Isidro levantó su mano para hablar:


—Quiero decirles que el único responsable por la muerte de un hombre, he sido yo, por lo cual todos ustedes no tienen de qué preocuparse.  —Un murmullo se escuchó entre todos los presentes, y una señora mayor y bajita llamada Clara quiso hablar. 


—Tenemos que entender que Don Severo es un hombre rico y poderoso, por lo cual tenemos todo para perder. Lo único que podemos hacer es lograr que firme una carta aceptando que en su mina se trabaja en malas condiciones, y que de ahora en más, cambiará esta desafortunada situación que nos convierte a todos nosotros en esclavos, no en trabajadores.


—La mujer de Isidro, pidió la palabra 


—Señora Clara, ¿cómo podemos hacer lo que usted dice, si nadie de los que aquí estamos no sabemos leer ni escribir?.


La señora Clara, que era bajita pero su voz se hacía sentir dijo:


—Yo se leer, y también escribir, por lo cual, si confían en mí, esto puede ser nuestra solución, siempre que Don Severo quiera aceptar.


—De eso me encargo yo, —dijo Ramón.


Esta es la carta que escribió la señora Clara:


Señor Severo, esta carta es para solicitarle a usted que a partir de mañana nuestras deplorables condiciones de trabajo cambien; por lo cual exigimos los siguientes puntos:


1 Nuestro horario de trabajo será de seis horas diarias con sábados y domingos libres y un mes de vacaciones anuales.


2 Debemos contar con todos los elementos de seguridad para trabajar; tanto en la mina como en el campo.


3 Usted deberá proveer todos los materiales necesarios para que nosotros podamos construir nuestras casas de material, como la suya, pero más chica.


4 Debemos de contar con una sala de primeros auxilios atendida por un médico permanente.


5 Todas las familias podrán tener la cantidad de hijos que deseen.


6 Se deberá construir una escuela primaria, con maestros estables, para los adultos y los futuros niños, y deberá contar con una biblioteca. 


7 Una vez por mes se celebrará el día de nuestros derechos, la fiesta durará dos días y una noche. Usted podrá asistir si lo desea.


8 En cuanto a la muerte de uno de sus sirvientes; al firmar esta carta, estaría reconociendo que este lamentable hecho ocurrió en legítima defensa propia, y nosotros nos encargaremos de brindarle al difunto una cristiana sepultura.


9 Por último, muchos de los que trabajamos para usted, lo hicimos durante más de veinte años, recibiendo solo a cambio malos tratos por parte de sus capataces; por esta razón si usted nos pide disculpas, se la aceptaremos, y dejaremos el pasado atrás, para disfrutar de un presente y un futuro digno de ser vivido. 


Sin más, los trabajadores de su mina.


Acepto todas las condiciones y pido disculpas por lo que ustedes han sufrido por mi arrogancia, y mi codicia. 


Firma Don Severo. 


Con la carta en sus manos, Ramón llevó a Don Severo a su casa desatado, la reunión duró aproximadamente una hora, después, cuando todo el pueblo se encontraba en el patio esperando el resultado de los acontecimientos; se abrió la puerta, y salió Don Severo precedido por Ramón; y con voz firme Don Severo dijo esto:


—Señores y señoras, en primer lugar, quiero pedir disculpas por mi actitud egoísta para con ustedes durante todos estos años, acepto además todas las exigencias que se solicitan en esta carta, y quiero agregar una última cosa que considero reparará al menos en parte el daño que yo les he provocado, agrego a esta carta de mi puño y letra que la mitad de todas mis posesiones, entiéndase la mina y el campo, pasan a ser el cincuenta por ciento de ustedes, por esto a partir de hoy, somos socios de esta empresa; —después de decir esto Don Severo, exhibió la carta a todos los presentes y la firmó. 


Todos estallaron en aplausos y vivas, los cuales duraron varios minutos.

A partir de ese día las cosas fueron cambiando para bien; transcurridos cinco años, entre las nuevas pequeñas casas de materiales se podían ver a un gran número de chicos corriendo y gritando felices; también la nueva escuela poseía un mástil en donde se podía ver ondear para orgullo de todos la bandera Argentina. En el festejo por el día de los derechos, en la cabecera de la gran mesa se sentaba Don Severo, escoltado por doña Clara y Ramón, junto a ellos la familia de Isidro con sus tres hijos.

Algo simple y curioso les pasaba a todos los trabajadores de ese pueblo minero; cuando iban a trabajar sonreían.

Por fin, y gracias a que esa gente se animó a ser dueña de sus destinos, esa vieja mina de cobre se convirtió en una mina de oro.


Estimado lector, sepamos que si pudiéramos lograr encender la mecha que logre hacer estallar la fuerza del saber, para todos aquellos que solo subsisten a la deriva y a tientas; el mundo sería mucho mejor.


F.B.



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