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domingo, enero 26, 2025

EL MONASTERIO ABANDONADO

          Los viejos edificios tienen para mí una historia propia que me gusta desenterrar, sacar a la superficies e investigar que se puede contar de esas vidas que han pasado por esos ambientes ahora olvidados y silenciosos. 




Siempre que transitaba por esa ruta, veía el cartel oxidado cuyas letras casi no se leían, que indicaba: “Monasterio, 5 km”; una tarde decidí ir a verlo; cuando tomé por ese camino, las malezas habían tapado la huella, esto indicaba que hacía mucho tiempo nadie pasaba por allí. Después de sortear varios fangales, llegué a una tranquera, detuve mi camioneta y bajé para abrirla, al hacerlo sus bisagras chirriaban muchísimo, señal de poco uso. Detrás de unos árboles muy tupidos, cuyas copas se movían suavemente por una brisa fría que comenzaba a soplar, la curva del camino me enfrentó con el viejo edificio. Detuve la marcha, bajé y recorrí el lugar; el sol comenzaba a recostarse en el horizonte y la sombra de sus muros se extendían sobre el pasto húmedo, estimo que aún tenía dos horas de luz. Cuando caminando rodie a esos muros muy altos, oscuros por el musgo, me topé con un viejo cementerio con no más de diez tumbas, se podían ver sus lápidas entre los pastos crecidos; al leerlas, eran todas de curas; sólo dos, que estaban juntas, mantenían erguida su cruz de hierro, estaban cuidadas y lucían cada una un ramito de flores silvestres frescas color violeta, una de ellas decía solamente “Nora”, la otra Abad Pedro.

Después de atravesar un grueso cerco de rústicas piedras recubierto por una enredadera silvestre, ingresé en un amplio patio cuadrado en cuyo centro había un enorme aljibe, que parecía estar en uso; y en uno de sus lados, una larga galería con techo de tejas y gruesas columnas cilíndricas que proyectaba su sombra sobre unas pequeñas ventanas que parecían pequeños huecos, empotrados en el ancho muro de piedra. 

En un extremo de la galería había una puerta entreabierta, haciendo algo de fuerza la abrí y entré a un amplio salón repleto de aparadores desencolados, sillones con su tela carcomida, una mesa enorme con dos de sus patas quebradas, también había un reloj de pared sin sus manecillas. 

Pude ver un pasillo que desembocaba en una puerta que estaba abierta, cuando me acerqué, me sobresaltó un hombre sentado frente a un pesado escritorio, que al verme me dijo mirándome a los ojos, sin sobresaltarse.

—Bienvenido forastero, ¿qué necesita?.

En un primer momento no supe qué decir, yo era un intruso, podría ser un malviviente.

—Disculpe, digamos que soy un investigador de lugares olvidados  —dije con mi mejor cara amable.

El hombre se rió con fuerza, y me invitó a pasar. Por su vestimenta era un cura, tenía una sotana, con alzacuello, pelo negro bastante largo, su rostro era enjuto; cuando se paró para acercarme una silla observé que era muy alto y de contextura fuerte.

—Siéntese  —soy el padre Marcos. 

—Francisco es mi nombre  —le dije, extendiendo mi mano para saludarlo.

—Tocayo de nuestro Santo Padre —me dijo apretando mi mano, con una amplia sonrisa que dejaba ver su dentadura muy blanca, después, hizo a un lado un grueso bibliorato de páginas amarillentas, en el que estaba leyendo o escribiendo. 

—Qué lo trae por aquí, a este lugar lejos del mundo. 

Le expliqué, que por mi profesión, me gustaba registrar con fotos lugares como este monasterio y escribir las sensaciones que me provocan.

— Y usted Padre, ¿a que se dedica en este lugar que parece abandonado?. —le pregunté.

—Este monasterio, en realidad fue una abadía y su abad era un hombre religioso al que yo respeto, al morir, por situaciones económicas, dejó de funcionar, y los curas que aquí vivían y trabajaban fueron destinados a otros lugares. En muy poco tiempo las instalaciones se arruinaron y quedó inhabitable  —Me dijo el amable cura, con la intención de seguir la conversación— ,después, yo decidí quedarme en este lugar, doy misa los domingos a mis vecinos, los cuales me retribuyen mi servicio con sus productos de granja, y yo reparto frutas y verduras de mi huerta; hemos logrado un justo equilibrio virtuoso.

—Que agradable describe usted su vida; —le confesé—, la ciudad de donde provengo es mucho más conflictiva.

—He estado meditando y escribiendo bastante al respecto, —me dijo el cura muy seriamente—, siempre me hago la misma pregunta: ¿cómo es posible siendo la vida tan bella, complicarnos en situaciones conflictivas, sin necesidad?. Después de decir esto, se levantó y trajo un candelabro para encenderlo, porque la penumbra comenzaba a inundar el lugar, luego me dijo si deseaba quedarme y acompañarlo en la cena, porque no recibía muchas visitas; yo dudé en aceptar entendiendo que era un perfecto desconocido, pero ese hombre hablaba con una tranquilidad que me contagió. 

—Acepto padre, pero no puedo retribuir su amabilidad.

—No se preocupe  —me dijo. Y después ocurrió algo inesperado, mirando hacia una puerta próxima que estaba abierta exclamó:

—Laura, esta noche tenemos un invitado. —Después de decir esto desde la otra habitación salió una joven, la cual, se acercó al cura y apoyó sus dos manos en los hombros de él y me dijo con una sonrisa:

—Tenemos jamón, tomates, puré de zanahorias, pan y vino.

Yo quedé sorprendido al ver esa mujer y el cura entendió mi actitud. 

—Le presento a mi mujer… ya sé lo que opina, pero nosotros no lo ocultamos, preferimos recibir las críticas.

Le dije de inmediato que yo no era quien para criticar nada, y agregué  que lo del celibato, era en mi opinión una tontería. 

—Hemos formado una familia aquí señor, y queremos vivir a la luz del día, con la protección y guía de Dios, nuestros vecinos son gente humilde, pero poseen una cualidad indispensable para vivir bien, aceptan y entienden las circunstancias de la vida del prójimo, por eso nos aceptaron y nos brindan su inagotable amor, al cual le correspondemos como podemos —me dijo la joven con una sonrisa.

Durante la cena me comentaron hechos muy graciosos; el primer día que hicieron sonar la vieja campana, acudieron un matrimonio mayor, muy sorprendidos pensando que había fantasmas, pero poco a poco se fueron incorporando el resto de la gente. 

—La decepción fue cuando en una misa mi marido les contó de nuestra relación; todos se fueron de inmediato, excepto Doña Justa, las más vieja de toda la comunidad; cuando le abrimos nuestro corazón y nuestras intenciones, ella comprendió y uno a uno fue reclutando a los parroquianos, no sabemos qué les dijo, pero se incorporaron todos, a partir de ese momento no faltó nadie a la misa de los domingos. 

Charlar con el cura y su pareja fue una caricia a mis sentimientos, la conversación se prolongó en forma muy cordial y me hizo saber que él se dedicaba a estudiar y escribir sobre la teología moral, porque quería presentar su forma de vida al Vaticano, a pesar de saber que se enfrentaba a una estructura muy rígida y corría el riesgo de ser excomulgado, preferiría arriesgarse a mentir.

Yo le di mi opinión positiva al respecto y le mencioné las Iglesias protestantes y evangélicas, pero él me dijo que su argumento para formar un matrimonio siendo cura, se basaba en otros aspectos, fundamentalmente en el amor, sin restricciones. 

Después de cenar, había refrescado y el cura encendió un fuego reconfortante en el hogar de la amplia cocina, su mujer se retiró y nos quedamos hablando. 

—Le diré algo Francisco  —me dijo el cura agregando una astilla al fuego— 

Mi padre y madre, están enterrados aquí, son las tumbas que ya habrá visto, él era el Abad de aquí; murió muy mayor, durante toda su vida, cargó sobre sus hombros lo que él ocultó; el amor por mi madre, y ella se fue lejos a tenerme; pero cuando yo tenía diez años, mi madre falleció y una mujer que hacía los quehaceres domésticos aquí me cuidó, jamás supe quien era mi padre hasta cumplir veinte años, yo ayudaba en las tareas de la abadía y una tarde mi padre me llamó y me confesó todo. Allí pude ver a un hombre que ocultó su dolor por tantos años, lloró desconsoladamente, me abrazó y me pidió perdón; ¿se da usted cuenta?, me pidió perdón. A partir de ese día me propuse remediar el sacrificio de mi madre y el dolor de mi padre, entonces decidí comenzar mi formación sacerdotal, y aquí estoy, tratando de que mi vida pueda servirle a otros como yo.

Le pregunté qué argumentos presentaría para lograr llegar al resultado buscado, y esto me dijo:

—Pienso que en la vida, todo hombre necesita una piedra de donde sujetarse cuando la tormenta arrecia; Dios, para mi es ese sustento, pero navegar por un océano bravo, es difícil hacerlo en soledad; con mi mujer que es creyente como yo, hemos tenido que dormir incluso a la intemperie, también caminamos por fangales interminables bajo la lluvia y nos hemos protegido del frío juntos, sin un techo que nos proteja; pero jamás perdimos, ni el rumbo, ni la tenacidad, ni el coraje; nos hemos cuidado mutuamente de todos los peligros, de toda adversidad, de todo sufrimiento…nos amamos Francisco, es tan sencillo y a su vez tan grandioso, estoy seguro que entregaré todos los argumentos y pienso que al menos, nos prestarán atención, no pido nada más, solo un poco de atención. Ambos vivimos con solo lo necesario, del mismo modo que nuestros vecinos, somos parte de una pequeña comunidad que nos acepta, no les mentimos, somos francos con ellos y nuestro estandarte es la familia; la Sagrada Familia. Sabe una cosa, querríamos que aquí mismo nos entierren y también poder tener hijos para guiarlos por el mejor camino. Tenemos una ilusión.

—¿Cuál?   —le pregunté.

—Laura quiere casarse vestida de blanco; tengo incluso un cura amigo que está dispuesto a hacerlo…

En la cara de ese hombre, en sus ojos, se reflejaba su alma pura, tan pura como el agua cristalina; nos despedimos y ambos me acompañaron hasta mi camioneta iluminando el camino con un farol. 

Cuando me fui de ese lugar era muy tarde, las luces de mi camioneta iluminaban la ruta desolada, y yo continuaba pensando, que me gustaría que el Padre Marcos y su mujer, pudieran lograr su objetivo, los imaginaba disfrutando algún día junto a sus pequeños hijos, de sus vidas sencillas, pero más robustas que una montaña de granito.






sábado, enero 25, 2025

LA NAVIDAD DE LUIS


          La fiesta de navidad significaba para Luis el mejor momento del año; aguardaba con ansiedad los obsequios de sus abuelos; para un chico de ocho años, recibir regalos siempre es algo bienvenido y más aún cuando le habían prometido un juego de trenes con estación, vagones y una locomotora enorme que echaba humo al andar. 

La mala noticia llegó el veinticuatro por la mañana; habían internado a su abuela de urgencia; la abuela Julia era la única abuela que tenía, y ella era una persona muy especial que tenía siempre para él todas las respuestas.  

Al ver la cara de su padre, Luis presintió que algo muy malo sucedía;  no se equivocaba; la abuela era muy mayor y su corazón no quiso continuar.

El festejo familiar quedó trunco, y en su casa, tanto su padre como su madre estaban acongojados.

—Hijo, tengo que decirte que la abuela se nos fue para siempre  —le susurró su padre abrazándolo.

Esa navidad, pensó el pequeño Luis, no sería como la había imaginado; su abuela no repartiría los paquetes, y no habría sorpresas para festejar; no obstante el abuelo quiso que todos cenaran juntos, argumentando que la abuela los estaría observando, y estar en familia era para ella la prioridad número uno.

A las doce de la noche, pudieron escuchar los festejos de los vecinos, pero en casa de Luis la tristeza inundaba todos los espacios de la casa; el abuelo de Luis, su ejemplo, al igual que su padre, como hombre fuerte y protector de su familia, irrumpió en un llanto incontenible; todos acudieron a abrazarlo para soportar el momento tan ingrato de la insondable ausencia. 

Su madre lo abrazó y le aseguró que los momentos tristes de la vida, si se comparten, son menos duros. 

Cuando todos se retiraron a descansar, Luis también lo hizo, aún escuchaba risas y festejos de sus vecinos, que se fueron apagando, hasta que todo quedó en silencio. Vino a su mente la cara de su abuela y el cariño que él le tenía.  A su angustia por la pérdida irreparable, se sumaba también haber perdido ese festejo navideño familiar que tanto disfrutaba y esperaba. Su vida de niño cambió ese día, algo se rompió en su interior y ahora comprendía que nada dura para siempre. Llorando se quedó dormido. 

El sonido de la campana de la estación de trenes lo sobresaltó y él se encontraba parado frente a una enorme locomotora cuya caldera rugía esparciendo su humo, brillantes vagones de madera muy lustrosa aguardaban para que subieran los pasajeros; cuando miró hacia el andén de la vieja estación, en medio de un vapor blanco estaba parada su abuela con una valija de viaje. Luis corrió hacia ella y la abrazó con ganas, su abuela también lo hizo muy fuerte.




—¡Feliz navidad Luis!, te he traído tu regalo como te lo prometí  —le dijo su abuela con una enorme sonrisa— quiero que lo disfrutes y que siempre te acuerdes de mí; sabes una cosa, la vida es como un sueño, pasa muy rápido y se convierte en recuerdos, pero es una experiencia muy linda Luis, ya lo verás, disfruta cada momento, no tengas miedo a enfrentar responsabilidades, realiza todos tus proyectos con la fuerza de tu juventud y adquiere experiencia para disfrutar cuando seas adulto. Tampoco mires demasiado para atrás. ¡Sube ahora a tu tren Luis!, disfruta el viaje, recuerda que tu abuela siempre estará aquí en esta estación, por si alguna vez la necesitas. 

Luis le dio un fuerte abrazo de despedida, se subió a la poderosa locomotora y la puso en marcha. La pesada máquina comenzó a moverse lentamente hasta tomar velocidad; Luis se asomó para ver a su abuela que lo despedía agitando un pañuelo, después, miró al frente y pudo ver un mundo por conquistar; sabía que estaba soñando; pero todo era muy real. Una luz muy fuerte lo encandiló, cuando abrió sus ojos, un rayo de sol se colaba por la ventana de su habitación, podía aún sentir el poder de la locomotora desplazándose por un campo verde inmenso, y la dulce fragancia de la ropa de su abuela. 

Cuando se levantó de su cama a los pies de la misma, alguien había dejado una enorme caja de cartón, en cuyo frente se veía a todo color un tren saliendo del andén de una estación, la misma de su sueño; también junto a la caja estaba la fotografía de su abuela teniéndolo en brazos. 

Luis tomó la fotografía, y la observó un largo rato, después, levantó del piso su regalo y lo guardó en un estante de su placard.

Nunca abrió esa caja, la misma quedó allí con su contenido intacto.

Muchas navidades pasaron, muchos acontecimientos tuvo que enfrentar Luis; agradables; buenos y malos, hasta que se convirtió en un hombre, se casó y también tuvo un hijo, y su hijo le dio un nieto. Y llegó el día de poder disfrutar de la experiencia y de la vida apacible; también llegó su última navidad, o al menos eso presentía. 

Su casa era muy vieja ahora; faltaban pocos minutos para las doce; Luis, tomó de la mano a su nieto, y lo llevó a la antigua habitación, con esfuerzo pudo sacar del placard la caja con el tren, frente a su nieto la abrió, y este quedó deslumbrado.

Esa navidad Luis disfrutó por fin de su regalo, pero junto a su nieto, que era un pedazo de su alma, y ahora reía y festejaba de alegría, viendo surcar la pequeña locomotora sobre la mesa del comedor, tirando humo; el juguete tan ansiado salió de su caja para hacer feliz a un niño; o a dos.

Esa fue la última navidad de Luis; pero quizá el viaje aún no termina y continúa manejando su poderosa locomotora, la cual deja una larga estela de humo blanco recortada sobre un cielo azul de un atardecer majestuoso; desplazándose por un campo infinito. 

¡Feliz Navidad!