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martes, julio 29, 2025

HISTORIAS DE UN PESCADOR QUE SUPO CONQUISTAR EL MAR

          Esto que deseo contarles estimado lector, me ocurrió gracias a una actividad que disfrutaba de joven y retomé nuevamente; la pesca deportiva. 

En Villa Gesell, Pcia de Buenos Aires, Argentina, existe un comercio de artículos de pesca llamado “La cueva del pescador”, atendido por su dueño el señor Héctor Daniel Miguélez. Más allá de la cordial atención que brinda a todos sus clientes pescadores, tenía expuestos sobre el mostrador unos libros que son de su autoría. 

Nos pusimos a charlar por esta curiosa coincidencia de nuestros gustos, escribir y pescar.

Se podría decir que estas dos actividades nada tienen que ver. Sin embargo, yo creo que sí. El pescador como el escritor, tienen un objetivo, el primero la captura de ese pez deseado que para conseguirlo debe tener mucha experiencia y más paciencia. El escritor, debe tener también los dos atributos.

Porque escribir tiene como objetivo cautivar al lector, atraparlo en su historias y sus relatos, como a un pez. El drama, el misterio, o la fantasía de una historia es su señuelo; su técnica y su lenguaje el equipo de pesca.

Permítanme presentarles algunas historias de este estimado amigo, escritor (pescar es solo su pasatiempo) para que se dejen atrapar con gusto en sus redes.

Aquí les dejo la primera de una serie de historias que les iré presentando de este hombre que conquistó el mar con su talento. 



  LA ÚLTIMA BATALLA.


Aguas turbias que bajan mansas, deteniéndose a descansar un tiempo en la Laguna de Mar Chiquita, en procura de reponer fuerzas para ese último impulso que las llevará al mar; procesión con aspiraciones de olas y pretensiones de sal. Un cauce recto, cavado por el hombre, escoltado en tramos por elevado terraplén; y un puente, 45 kilómetros al Sur de Villa Gesell. Eso es el "Canal 5" hoy; esa es la imagen que ven todos los que transitan por la ruta 11 y cruzan, en una dirección o en otra, su puente de cemento, enclavado en una elevación precedida por dos curvas en zigzag. Pero para mí es mucho más. 

Siempre me gustó imaginar como míos a los lugares en que he pescado y que, por alguna razón, me atraparon, obligándome a volver una y otra vez a visitarlos. Por eso fueron míos "El refugio", en el Barrio Norte, con sus ejércitos de almejas que acercaban a la orilla a los peces por los cuales me desvelaba; el "Faro Querandí", al Sur del partido de Villa Gesell, por los tiburones que me tenía reservados y que terminaron siendo mi pasión; y por supuesto el canal 5, con su olor a barro, peces y cangrejos; con los pastos que crujen por las heladas en los inviernos, y las nubes de mosquitos y tábanos que desalientan a los más insistidores en los veranos. Y sobre todo, por su viejo puente de hierro, que durante años fue mi torreón, mi atalaya, lugar preferencial desde el que observaba la formación de estelas o borbollones, que delataran la presencia de peces en el agua. Una estructura de metal unida por bulones coronados con enormes tuercas, apoyada en la cima del elevado terraplén, tapizado hasta el nivel normal del terreno con adoquines, ocultos a la mirada del hombre con un manto de arena y tierra. Un andamiaje de hierro que sostenía tirantes de quebracho, sobre los que dormía la vieja ruta 11, cinta de tierra o barro que unía, cuando el tiempo quería, Gesell con Mar del Plata.

Conocí al canal cuando tenía 10 años y hacía poco que nos habíamos radicado en La Villa. Solíamos visitarlo para pescar en familia o con amigos, en una jornada completa que incluía, por supuesto, el clásico asado. Aún recuerdo al abuelo Manuel tirando de la red, junto a mi papá y algunos amigos, mientras los chicos y las mujeres, unos cuantos metros aguas arriba, caminábamos por el cauce en sentido contrario, haciendo toda clase de ruidos y chapoteos sobre la superficie, tendientes a espantar a las lisas y a los pejerreyes hacia la red arrastrada por los hombres. Veo con nitidez nuestras caras, felices y expectantes, observando la salida de la red, con su embudo burbujeante de pequeños peces, que nos apresurábamos a devolver al canal, mientras esperábamos ver las sacudidas producidas por los coleteos de los peces grandes, que recogíamos gustosos para sumarlos a los que esperaban en la bolsa de arpillera. 

Siento el olor del asado mezclarse con el de las lisas que el abuelo acomodaba en la parrilla, y aún escucho las risas de todos, que resaltaban luminosas sobre los rostros embarrados, degustando dichos manjares a la vera del canal, custodiados por la  atenta mirada del puente de hierro. 

Estoy seguro que fue por aquellos días cuando se forjó el vínculo especial entre el canal y yo. Pasó a ocupar un lugar importante en mi pensamiento y pobló de bellas imágenes mis sueños, por lo que mis visitas se sucedieron cada vez con mayor frecuencia. Entre pesca y pesca, fui creciendo junto a las aguas que soñaban con el mar, hasta que vinieron las épocas del secundario; entonces Aníbal y "El Alemán" se sumaron a mi entusiasmo, y a fuerza de insistir nos fuimos incorporando a su paisaje, con la misma intensidad que la figura del linyera que vivía bajo el puente, el molino que custodiaba la marcha de sus aguas, o la tranquera que permitía entrar al campo para circular a su vera. Adornamos con boyas multicolores su superficie ondulada, desde el puente de Macedo, hasta el puente de Romano. Pescamos en la desembocadura del arroyo "De las gallinas", en la cascadita y, por supuesto, bajo el puente de hierro, que nos brindó su reparo en                                                                                                                más de una jornada con lluvias. Vimos nuestras boyas jaladas hacia la profundidad por colosales bagres y tarariras, y varias veces tuvimos festines de dientudos y pejerreyes, que solíamos freír en una sartén calentada con fuego de cardos y bosta de vaca. 

Pero, la locomotora del tiempo siguió tirando de sus vagones, y el progreso trajo algunos cambios que afectaron al paisaje y al canal, principalmente al viejo puente de hierro. La Ruta 11 se vistió de asfalto y un imponente puente de cemento empequeñeció al del oxidado andamiaje de metal. 

Yo seguí pescando en mi canal. Lo hice en soledad, con amigos y nuevamente en familia, ya que el destino me trajo a Nilda y de nuestra siembra prosperaron tres retoños. Aprendieron a pescar en él mis hijos, que también crecieron, y algún día irán a pescar a mi lugar con sus hijos, llenando sus aguas de boyitas, mientras yo tal vez me entretenga acomodando algunas lisas en la parrilla. Lo que ya no podremos hacer es guarecernos bajo el puente de hierro en los días de lluvia, porque la falta de mantenimiento hizo estragos en su estructura, y un buen día apareció derrumbado, con su corazón sumergido en las aguas que tantas veces había visto pasar. 

Hoy sólo queda del viejo puente su terraplén protegido por el manto de adoquines, de los que conservo algunos en mi casa, y su imagen en el recuerdo de las personas que cruzaban por él el canal. Seguramente, algunas fotografías darán el testimonio histórico de su existencia, y también mi relato escrito en su memoria. 

A mí me gusta imaginarlo intacto, y sigo soñándolo como en sus mejores tiempos, mostrando altivo su corona de hierro elevada en el terraplén. No importa que el tiempo lo haya empujado a perder su última batalla, me basta con pensarlo, para saber que sigue allí, esperándome.


HÉCTOR DANIEL MIGUÉLEZ.