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sábado, agosto 16, 2025

HISTORIAS DE UN PESCADOR QUE SUPO CONQUISTAR EL MAR (segunda entrega)


                                                        
              Todos podemos contar historias, pero agregar a la mismas nuestras vivencias con destreza y naturalidad, no es tan simple.
Cuando el relato describe lo vivido con la emoción de esos momentos, nos permite también a nosotros disfrutar del viento, el mar brillando bajo el sol, y la alegría de lo gratamente inesperado.
En estas dos historias, su protagonista, el señor Hector Daniel Miguélez, nos permite vivir esos momentos junto a él. 
Espero que las disfruten

F.B.


EL BANCO DE ROCAS.

Trabajar en el Acuario resultó para mí una fuente inagotable de aventuras y de situaciones que hoy recuerdo como bellas anécdotas. Tal vez algún día me anime a unirlas, como pequeños eslabones que forman una cadena, y pueda narrar así una historia más compleja, y a la vez más apasionante; pero con la misma cautela con que aprendemos a caminar, paso a paso, seguiré construyendo ahora esta narración  con pequeños relatos...
…mientras limpiaba las peceras no podía dejar de pensar en las palabras de Roberto, el dueño del Acuario, diciéndonos que el fin de semana iba a embarcarse en Mar del Plata, para traer nuevas especies  para las peceras, y que uno de nosotros  iba a acompañarlo. Pero el viaje había que ganárselo esmerándose en la tarea diaria, condición para la que no tenía problemas porque me gustaba realmente mí trabajo; sin embargo, a pesar de que me rebalsaba la ilusión, no tenía muchas esperanzas  porque era el más nuevo de los empleados, y pensaba que Roberto elegiría a uno de más antigüedad. Seguía enfrascado en estos pensamientos, envuelto en increíbles imágenes que me transportaban mar adentro, cuando se acercó Roberto, y entregándome un par de comprimidos blancos me indicó que tomara uno al acostarme y otro a la mañana, acompañado con un desayuno muy ligero. Ante mi  asombro me explicó que eran para no marearme, y que pasaría a buscarme por mi casa muy temprano. 
Apenas pude dormir esa noche acosado por la ansiedad, y por unas ráfagas de viento entretenidas en silbar entre las tejas, que amenazaban con encrespar el mar y dejarme sin pescar. A las cinco de la mañana la Chevrolet roja se detuvo en la puerta de casa, anunciándose con un bocinazo. La carrocería mojada mostraba que había llovido, lo que se reflejaba también en el ánimo de Roberto. En cambio el viento había disminuido y  soplaba del sector noroeste, por lo que decidió hacer el viaje. 
Llegamos a Mar del Plata casi sin hablar, enfrascados durante todo el trayecto en escudriñar el horizonte, como si nuestro esfuerzo pudiera ser premiado con el rojo resplandor, promesa de un día de sol. Amanecía cuando estacionamos la camioneta junto a la banquina. Una gran actividad se desarrollaba a bordo de las lanchas amarillas y muchas ya se hacían a la mar. Esto levantó nuestro estado de ánimo, que mejoró totalmente cuando vimos aparecer al capitán. La nave contratada por Roberto era una lancha de diez metros, modificada para el transporte de pasajeros y la pesca deportiva, por lo que era mucho más confortable que la de los pescadores. Poner los pies sobre su cubierta fue para mí una de las sensaciones más fuertes; extraña conjunción de coraje y temor, latiendo al son de un corazón enloquecido. 
Salimos del reparo del puerto acompañados por un cardumen de lisas que agitaban el agua con sus saltos.  La superficie de a poco se fue ondulando, y ya en mar abierto las olas golpearon contra el casco, agitando notablemente al barco. El motor rugía con firmeza y rubricaba su potencia con una ancha estela, sobrevolada por una nube de gaviotas blancas. Yo iba sentado sobre la cubierta de proa, recostado contra el frente de la cabina del capitán, que timoneaba la embarcación mientras charlaba con Roberto. El sol ya alto en el horizonte pugnaba por imponerse a los últimos nubarrones, dispersados por el viento oeste que ahora soplaba con intensidad. Pronto Mar del Plata desapareció de nuestra vista, devorada por una bruma que lentamente la fue cubriendo. Una lancha amarilla que nos acompañaba desde la salida del puerto, se despidió con un toque de sirena y tomó rumbo sur. Nuestro capitán respondió el saludo y señalando a Roberto un grupo de barcos que se veía a lo lejos, aceleró el motor imprimiendo más velocidad a la embarcación. Avanzando siempre hacia el este llegamos hasta ellos; eran siete u ocho, y estaban anclados formando una media luna, separados unos de otros por unos doscientos metros. Pasamos por detrás de ellos y silenciosamente ocupamos nuestro lugar en uno de los extremos de la formación. 
Tiramos ancla en un banco de rocas de doce metros de profundidad, a dos horas de la costa. El agua era extremadamente cristalina y reflejaba una increíble coloración azul. El capitán puso en el centro de la cubierta de popa un cajón con anchoítas cortadas en cuadraditos, y dándonos una caña nos indicó que comenzáramos a pescar. Yo fui el primero en dejar caer la línea al agua; al instante sentí un fuerte tirón y en contados segundos tres besugos colgaron ante mí, asombrándome con su fantástico color rosado, que nada tenía que ver con el que uno suele verlos en las pescaderías. El sol ya victorioso sobre las nubes se reflejó en sus escamas, iluminándome el rostro y llenándome de felicidad. Tiro tras tiro tres peces, tal era el número de los anzuelos, engrosaron nuestras bodegas. En su mayoría besugos rosados, y algún que otro mero o corvina, que invariablemente venían en el anzuelo de abajo, cuando la línea llegaba al fondo antes de sentir un pique, lo que ocurría muy pocas veces. 
Cuando la bodega estuvo llena el capitán levantó el ancla y dirigió la embarcación a la periferia del banco de rocas, donde los besugos eran menos abundantes. Allí logramos pescar sargos, chanchitas, cocheritos, besugos blancos o papamoscas, unos cuantos meros, corvinas de buen tamaño, y por supuesto más besugos. Pero esta vez los peces fueron embolsados con agua y oxígeno, y colocados en recipientes de plástico para evitar daños durante el transporte. Puedo asegurar que aquella fue una jornada inolvidable, aunque la pesca en sí perdió su encanto, por ser tan abundante y carecer de expectativa; nada más lejos de la pesca deportiva, que conoce el sabor de la espera y hasta el de la escasez. Sin embargo el objetivo de Roberto no era el deporte, sino el de llevar alimento y especies nuevas al Acuario, y en ese sentido fue todo un éxito. 
Yo guardo como tesoro esa sensación de pequeñez que produce en el hombre la inmensidad del mar; un mar que nos entrega todo... pero cuando él quiere. Capricho que el hombre que vive de sus aguas sabe que debe respetar.                                                                 

                                                                                     HECTOR DANIEL MIGUELEZ

                                                                 
EL CATAMARÁN.

Aguardaron el paso de la ola, y corriendo sobre la espuma se apresuraron a meter el bote en la canaleta; el timonel lo abordó de un salto y puso el motor en marcha, mientras sus compañeros lo sostenían pacientemente desde el agua, acompañando cada ondulación que mansamente los elevaba, y que rompería en torbellino en la playa. Esta espera duró unos minutos, hasta que se produjo un claro en la segunda línea de rompientes; entonces el bote y su tripulación partieron a toda máquina, dejando una nube de humo suspendida sobre la estela blanca...Esta imagen me despertó una sonrisa y abrió el almacén de los recuerdos, precisamente el cajón donde guardo los momentos de mi vida transcurridos en “el Acuario”; lugar que amé profundamente y que tuvo particular trascendencia en muchos aspectos de mi vida. Hablar de él me provoca una dulce nostalgia, que se convierte en amarga tristeza cuando paso por el lugar y veo el estado en que se encuentra. Pero en mi corazón está intacto y tal vez algún día pueda recuperarlo, aunque sea en mis relatos. Pero volvamos a la imagen que despertó mi sonrisa; esa de un bote penetrando en el mar azulado, saltando sobre la superficie como un potro desbocado...tan diferente al viejo catamarán, impulsado por un desvencijado Yumpa, con que entrábamos a pescar para el Acuario. Basta con  decir que estaba construido con dos flotadores de hidroavión, como esos que podían verse desde la costanera descansando en el Rio de la Plata, unidos por un andamiaje de hierros, coronados con una plataforma de madera. En el centro de esta cubierta había una tapa rectangular que gracias a unas bisagras se podía levantar, dejando abierta una boca de la que colgaba hasta el agua una red, en la que metíamos los peces hasta el momento del regreso. Los flotadores, pintados de naranja, tenían tres o cuatro compartimentos estancos que Roberto, hijo mayor de Don Carlos, y dueño del Acuario, había hecho rellenar con bolitas de telgopor, lo que hacía a esta embarcación  totalmente segura e insumergible. Sobre la plataforma, un poco hacia la proa, había un amplio cajón de madera destinado a guardar los elementos de pesca, un par de anclas y un gran número de sogas, junto a las bolsas de nylon y el tubo de oxígeno, que usábamos para embolsar los peces al regresar. Este mismo cajón servía de asiento al timonel, por llamarlo de alguna manera, que con dos enormes remos de pino tenía la función de mantener a la nave en posición, mientras otro marinero luchaba a brazo partido por encender el viejo motor; todo esto si es que conseguíamos meter el bote al agua, tarea nada sencilla. Un camión guerrero al que llamábamos microneta, aunque nunca supe bien porque, nos permitía cruzar la duna y llegar con el trailer hasta la playa, donde entre cuatro o cinco personas, esfuerzo mediante, lográbamos depositarlo en la arena, lo más cerca posible de la orilla. Arrastrarlo hasta el agua, y trasponer la primera barrera de olas, nunca estaba libre de caídas y de una buena cosecha de golpes; y es que la embarcación era segura pero muy pesada, por lo que había que buscar condiciones muy favorables en el mar, o este expulsaría con facilidad nuestro catamarán, regresándonos al Acuario sin pescar. Pero cuando teníamos éxito y conseguíamos dejar atrás las rompientes, nuestra embarcación realmente no tenía igual; navegaba separando el agua que parecía acariciar a su paso los flotadores, mientras a popa una tenue estela evidenciaba que, aunque lentamente, a paso firme nos alejábamos de la costa. Solíamos anclar con dos anclas, para evitar la deriva y lograr más estabilidad, y pescábamos con líneas de mano, con un par de anzuelos que encarnábamos generalmente con calamar. Roberto, que trataba de no perderse estas salidas, era el encargado de desenganchar las piezas y volverlas al mar, pero dentro de la red que colgaba del catamarán. Si pescábamos lejos de la costa, debido a la mayor profundidad, a algunos peces como  las corvinas había que desinflarles la vejiga natatoria, porque de lo contrario no se podían hundir y quedaban flotando de costado sobre la superficie. Para esta tarea Roberto llevaba una jeringa de vidrio con aguja, que introducía entre las escamas hasta llegar a la vejiga; que una vez vacía volvía a llenarse lentamente, de acuerdo a la presión de la nueva profundidad marcada por los límites de la red, que coincidía, lógicamente, con la que el pez encontraría en los acuarios. Concluida la jornada de pesca colocábamos los peces en las bolsas de nylon, con un poco de agua, y las inflábamos con oxígeno. Esta forma de transporte garantizaba una gran supervivencia, por lo que a poco de llegar podíamos observar a los peces nadando en las peceras, comprobando su adaptación en la velocidad con que tomaban el alimento. Con el tiempo Roberto compró un bote neumático, y el viejo catamarán fue abandonado a un costado de la puerta de entrada al taller del Acuario. Por algunos años los chicos se entretuvieron jugando en su plataforma, imaginando seguramente maravillosas aventuras. Sin embargo, el olvido comenzó a acosarlo, y la falta de mantenimiento lo fue destruyendo, lenta pero inexorablemente. Entonces el mar, su viejo amigo, conmovido le envió su abrigo, que en forma de duna lo fue cubriendo, ocultando sus restos de las miradas indiferentes. Pero yo lo recuerdo perfectamente, y aunque he pescado muchas veces en botes neumáticos, fue sobre su cubierta donde pasé los momentos más bellos, y desde donde realice las pescas más espectaculares. Nunca voy a olvidar sus flotadores, que conquistaron cielos y mares, ni la imagen de mis manos pintándolos con naranja, un color que parecía gozar de cierta preferencia en la familia Gesell.      

                                                           
 HECTOR DANIEL MIGUELEZ