Cuando Esteban y Juan entraron en la vieja cuadra de panadería el lugar era deprimente, por el techo agujereado ingresaban varios rayos de sol; señal que cuando lloviera pasaría el agua, y en la pila de leña varios ratones se escabulleron por los huecos.
—Que agradable lugar, —dijo Juan con ironía— en mi vida he visto algo peor.
—Al menos tenemos un techo, —respondió Esteban mirando hacia arriba.
—Si, es muy cierto amigo, tenemos un hermoso techo agujereado, por el cual cuando llueva pasará el agua a raudales —dijo Juan— ahora comprendo el motivo por el cual el dueño no quiso cobrarnos por esto.
—Lo mejor será arreglarlo, subiremos con esa escalera que está allí —dijo Esteban comprobando que no estuviera podrida.
Cuando ambos amigos se encontraban realizando esa tarea el dueño de casa que se llamaba Jaime, apareció con dos tazones de sopa caliente, pan, queso, una jarra con vino, un farol y dos gruesas mantas de lana.
—Aquí tienen señores, —dijo el hombre con una sonrisa, dejando la bandeja sobre un tonel— hoy invita la casa, mañana no.
Cuando la noche llegó, Juan encendió leña en un brasero para que el lugar estuviera más agradable y también el farol que con su mortecina luz proyectaba la sombra de ambos sobre las viejas paredes de madera. Después, el cansancio le fue ganando a la charla.
—¡Señores, ya es hora, el trabajo espera! —grito el dueño de casa, trayendo dos tazas de caldo caliente y algo de pan.
Ambos jóvenes despertaron y le agradecieron a aquel señor por la amabilidad de pensar en su desayuno, el cual les cayó de maravillas.
Cuando llegaron al lugar de trabajo, un encargado les indicó a Esteban y a Juan que su tarea sería abastecer con ladrillos y argamasa a diez albañiles que estaban levantando paredes; estos rudos hombres colocaban ladrillos con una facilidad y velocidad que asombraba.
En varias oportunidades, solo por el hecho de bromear, y viendo que Esteban y Juan eran jóvenes y no eran muy prácticos, varios de esos hombres subidos al andamio les gritaban:
—¡más rápido!, ¡más rápido!, ¡necesito ladrillos!; ¡vamos chicos, ahora necesito argamasa! y al verlos a Esteban y Juan que a pesar de correr no llegaban a abastecerlos, se reían a carcajadas.
Cuando se dieron cuenta que el centro de la gracia eran ellos, también se rieron; el secreto de su trabajo era que debían acarrear más cantidad de ladrillos por cada viaje para que estos expertos colocadores no se queden sin material.
Si bien el trabajo era pesado y rudo, existía un clima de camaradería entre todos los trabajadores muy bueno.
Al mediodía se sintió sonar una campana que avisaba la hora del almuerzo; todos los obreros se dirigieron a una amplia sala con mesas y bancos en donde había un aroma delicioso proveniente de la cocina que habría más aún el apetito. Esteban y Juan se sentaron junto al señor carpintero dueño de la casa en donde dormían.
—Ya verán amigos lo que les he dicho —dijo el hombre sacándose su gorra— allí vienen Giulia y Laura, ellas mismas sirven su exquisito guiso.
Al verlas, los dos amigos las reconocieron de inmediato como siempre ocurría; eran las mismas personas que ya conocían desde tiempos remotos; la misma sensación; siempre hermanas; de profesiones y en situaciones distintas, en ese momento eran las cocineras del Castillo Sforzesco.
Cuando Laura se acercó a Esteban y Juan para llenar sus platos, primero los miró, después sonrió y dijo:
—Ustedes dos me parecen caras conocidas, pero no puedo recordar de donde, ¿son de aquí?.
—No, somos forasteros —dijo Juan— aún no conocemos a nadie, pensamos poder establecernos, si nos permiten hacerlo.
—Si son trabajadores y se portan bien, los aceptaremos, ¿no es cierto señor Jaime? —dijo la joven sonriente— dirigiéndose al hombre que les daba albergue.
—El señor Jaime nos dijo que la comida que se vende en este bodegón es la mejor de todo Milán, nos pareció una apreciación desmedida. —dijo Esteban irónicamente.
—Tendrán que comprobarlo, por ustedes mismos —dijo Giulia que estaba cerca— hoy por suerte para ustedes no estamos cobrando.
Todos rieron.
Los días venideros fueron apacibles; cuando llegó el viernes después del trabajo ambos amigos decidieron dar un paseo por los alrededores de la ciudad, al tomar por un camino que tenía unas vistas impresionantes a medida que se subía, al llegar a lo más alto, vieron a un hombre sentado sobre una roca que parecía observar solo el paisaje, para después anotar algo en un papel.
—Amigo mío —dijo Esteban a Juan— si no me equivoco estaremos por hablar con el hombre más fabuloso e impresionante de todos los tiempos.
—Ya imagino a quien te refieres.
Cuando ambos se acercaron a esa persona, esta se dio vuelta para verlos.
—Buenas tardes caballero —dijo Esteban, no sabría decirnos donde podemos encontrar algún lugar para tomar agua.
—Para tomar agua —dijo aquel hombre— pueden seguir caminando aproximadamente una hora y encontrarán una pequeña cascada de la mejor agua cristalina de todo Milán…pero si desean tomar un buen trago del mejor vino tinto de Lombardía, yo les puedo ofrecer un poco.
Tanto Esteban como Juan se rieron con ganas, y se sentaron junto a aquel señor jovial que debería tener unos cuarenta años. La charla se prolongó alternando el vino del hasta ahora desconocido, con un queso excelente que también les convidó.
—¿Les gusta caminar por esta naturaleza? —preguntó el solitario dibujante guardando sus escritos.
—Así es —dijo Juan—.
—Yo soy un amante y estudioso de la naturaleza, me gusta observar y aprender de ella, creo que todo lo que nos rodea nos quiere decir algo que nosotros los humanos no llegamos a comprender —así comenzó la charla con ese hombre amante de la naturaleza que les convidó vino y queso.
Cuando Esteban y Juan le contaron que estaban trabajando en el Castillo Sforzesco este les dijo que él también.
—-Me encomendaron realizar una colosal estatua en bronce de un caballo —dijo el hombre— es un trabajo enorme en donde estoy creando un nuevo método de fundición; este es el dibujo de como será.
Después de decir esto sacó de su bolso de cuero un manojo de papeles y se los mostró a Esteban y Juan, allí pudieron ver asombrados el dibujo de un magnífico animal, junto con otros dibujos de pájaros. La charla se prolongó y en un momento aquel dibujante de caballos y aves les dijo algo que los dejó perplejos.
—Siempre he tenido un sueño que pienso que en el futuro alguien podrá hacerlo.
—¿Qué sueño? —le preguntó Juan.
—Me gustaría poder viajar en el tiempo, conocer el futuro, daría uno de mis brazos para saber cómo será.
Esteban se mordió la boca, para no contarle; no obstante esto le dijo.
—Tal vez el hombre pueda hacerlo algún día.
—Quiero mostrarles mi taller, —dijo el señor poniéndose de pie con agilidad— , está en el Palacio Real.
—Aún no nos hemos presentado —dijo Esteban—
—Tienes razón, mi nombre es Leonardo Da Vinci, —dijo el hombre— ¿y el de ustedes?.
—Mi amigo Juan, y yo me llamo Esteban.
Cuando los tres regresaron, Leonardo los llevó a que conocieran su estudio; cuando Esteban y Juan ingresaron en el taller de uno de los hombres más inteligentes de todos los tiempos, quedaron impactados y deslumbrados; allí había maquetas de extraños aparatos, dibujos, esquemas, cuadros, escritos, herramientas colocadas sobre grandes mesas de madera, pinceles junto a enormes paletas de colores; era el lugar de trabajo de un sabio; poder estar charlando con ese hombre vital y alegre para Esteban y Juan era un privilegio incalculable.
—Les mostraré lo que aquí realizo —dijo Leonardo— este es mi lugar de trabajo, aquí creo mis invenciones, dibujo todo lo que me interesa de la naturaleza, y también pinto retratos de bellas mujeres como esta.
Después de aproximarse a un caballete que estaba cubierto por una tela, al retirarla, para sorpresa de Esteban y Juan allí estaba el famoso cuadro de La dama del armiño.
—Esta hermosa mujer amigos, es Cecilia Gallerani la amante de Ludovico el Moro, Duque de Milán , mi mejor amigo.