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jueves, junio 20, 2024

VIAJE AL PASADO (vigecimatercera entrega)

               Durante la época de Ludovico Sforza duque de Milán otra de las ciudades más importantes de Italia era Florencia en donde ejercía su poder una poderosa  familia de banqueros; los Medici; fervientes amantes de las artes en donde prestigiosos artistas como Leonardo Da Vinci, Miguel Ángel y Botticelli, convirtieron a Florencia en el centro del Renacimiento.

La relación más importante de Leonardo Da Vinci con la familia Medici fue con Lorenzo de Medici; durante este período podemos nombrar alguna de sus producciones pictóricas: La adoración de los magos, La anunciación, El bautismo de cristo, Virgen de las Rocas, La Gioconda, entre otros trabajos. 











F.B.


               La relación de amistad de Esteban y Juan con Leonardo se incrementó con el paso del tiempo, al punto de pasar a ser ambos ayudantes del maestro; se encargaban de buscar las plantas, las tierras y las piedras con las que Leonardo realizaba sus colores, el taller de Leonardo era un laboratorio en el cual conseguía componer  tonalidades inéditas. A pesar de no ir más a la obra de los Sforza ambos amigos entablaron una amistad con Giulia y Laura; todas las tardes paseaban por la ciudad, y los días de descanso salían a recorrer los alrededores. Esa vida placentera duró hasta que las relaciones de Ludovico Sforza con los Galos o Franceses se pusieron tensas, al extremo que la familia de las hermanas Giulia y Laura decidieron ir a vivir a Florencia; la casualidad hizo que Leonardo también producto de una encomienda, decidiera abrir su taller también allí.






—Tengo que decirles algo importante estimados amigos  —le dijo una noche Leonardo a Esteban y Juan—  hoy me ha dicho con pesar mi amigo Ludovico Sforza que no me podrá encomendar otros nuevos trabajos por la situación con los Galos; por lo cual en cuanto termine el mural de la Última cena me recomienda que trasladar mi estudio a Florencia; allí, un rico comerciante que se llama Francesco del Giocondo, hace un tiempo me ha solicitado un trabajo, desea un retrato de su esposa  Lisa Gherardini; también en esa ciudad un hombre muy importante que se llama Lorenzo de Medici, me ha mandado llamar, por todo lo cual creo que en Florencia tendré un nuevo horizonte para poder hacer todo aquello que me gusta. Espero que ustedes me acompañen para seguir ayudándome.

—Desde ya te decimos que te acompañaremos estimado Leonardo —les respondió Esteban—

—Podemos coordinar para ir junto con nuestras amigas Giulia y Laura  —dijo Juan.

—Me parece bien estimados amigos —respondió Leonardo— pero tengan en cuenta que el viaje es peligroso y muy largo; nos puede llevar Manuel, que es un carrero al que conozco, no podré llevar todo lo que tengo aquí, elegiré lo más importante. Descansaremos en los monasterios que nos quedan de paso, no obstante algunas noches tendremos que dormir en el camino.

         Cuando todo el viaje estuvo organizado en la madrugada de un hermoso día de primavera una enorme carreta tirada por una yunta de robustos caballos de tiro se detuvo frente al Palacio Real, donde se encontraba el taller de Leonardo, los tres amigos cargaron todo lo que se pudo, dejando lugar para que Gulia y Laura estuvieran cómodas; ellos tres irían en el pescante junto con el carrero.

Al finalizar se colocó una lona que cubría toda la carreta para proteger a los ocupantes y la carga de la lluvia.

El viaje comenzó con todas las expectativas de una aventura, el camino no se encontraba en buen estado, y los viajeros sufrían un incómodo traqueteo. No obstante, el paisaje era deslumbrante, praderas verdes tapizadas de flores silvestres, árboles que comenzaban a brotar, y el alboroto de pájaros que parecían estar enloquecidos de alegría por esa suave brisa y el sol. 

Cuando comenzó a  bajar el sol de ese primer día, decidieron parar para pasar la noche en una loma desde la que se podía ver un amplio valle verde. Los hombres se dedicaron a buscar leña para encender una fogata y las dos hermanas prepararon lo que habían traído para comer. 

Era una espléndida noche de luna llena y la fogata brindaba el clima justo para charlar.

—Siempre me pregunté cómo será posible que la luna brille tan maravillosa  —comentó Manuel que solo sabía de caballos, carretas y caminos.

Esto le dio pie a Leonardo para explayarse de toda su sabiduría al respecto.

—En realidad estimado amigo, la luna no tiene brillo propio, solo posee agua en la que se refleja los rayos del sol; pero es más complejo decir esto de las miles y miles de estrellas que he podido comprobar que se mueven siguiendo un patrón muy extraño y complejo. (En aquellos tiempos todavía se pensaba que el sol giraba en torno a la tierra)





Tanto Esteban como Juan, a pesar de morirse de ganas de explicarle a Leonardo sus conocimientos, no podían hacerlo, porque temían que dar información del futuro, a un cerebro como el de Leonardo, podría llegar a cambiar drásticamente el curso de la  historia.

Esteban que estaba siempre deslumbrado por todo lo que dijera Leonardo le preguntó a propósito, para incentivar la conversación:

—Lo que a mí siempre me sorprende es saber cómo pueden volar los pájaros y nosotros no.

—Yo he estudiado mucho el vuelo de los pájaros y más importante que sus alas y poder volar es poder entender cómo pueden planear; creo que si pudiera descubrir esa maravillosa obra de la naturaleza, poder planear, el hombre lograría también volar.

—Si usted lo dice maestro  —dijo Juan sirviendo más vino— es seguro que el hombre alguna vez podrá volar, no me cabe duda que tenemos todo frente a nuestros ojos, la naturaleza nos lo muestra, como usted bien nos enseñó, pero seguimos sin entender lo que nos quiere decir.

—Así es estimado amigo, nunca se encontrará invento más bello, más sencillo o más económico que los de la naturaleza, pues en sus inventos nada falta y nada es superfluo. —dijo Leonardo esa noche entre amigos.

—Espero fervientemente que el hombre jamás pueda volar  —dijo muy seriamente Manuel — si eso fuera posible nosotros los carreros nos moriríamos de hambre.

Todos rieron. 

A la madrugada del siguiente día las hermanas reavivaron el fuego para calentar una exquisita sopa mientras los hombres enganchaban los caballos a la pesada carreta; después de desayunar continuaron el viaje. 

Resultó ser otra jornada muy dura hasta que al atardecer llegaron a un viejo monasterio.






Allí los recibió un monje muy amable que los condujo después de atravesar un patio rodeado por una galería con columnas y arcos de medio punto, a las habitaciones. Estas eran muy austeras pero para pasar la noche resultaban más que suficiente. 

La cena se realizaba en el comedor principal en donde fuentes humeantes ubicadas a lo largo de una austera mesa  anticipaban con su aroma un grato momento. Todos los monjes eran hombres grandes incluidos el abad. Después de que este agradeciera los alimentos, le dio la bienvenida a los huéspedes. 

La cena se realizó en silencio, cuando se finalizó, todos se retiraron a sus aposentos excepto, el Abad, Leonardo, Esteban y Juan.

Esa noche ambos amigos tuvieron la oportunidad de escuchar una conversación y un cambio de pareceres entre el Abad y Leonardo apasionante e inolvidable.

La interesante charla la comenzó el Abad, el cual tenía una rígida estructura de conocimiento sobre teología, pero también su mente estaba muy atenta y abierta a las nuevas ideas que se comenzaban a vislumbrar; la fuerza del Renacimiento era algo que ya no se podía detener.

Sentado en un cómodo sillón de la pequeña sala de reuniones iluminada por un candelabro, el Abad le preguntó a los tres huéspedes presentes:

—¿Creen ustedes en Dios?






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