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jueves, junio 27, 2024

VIAJE AL PASADO (vigésima entrega)

 


Viajar en el tiempo posee ciertas cosas muy curiosas. Como sabemos,  Esteban y Juan en cada salto de su viaje recorrieron siglos, pero esto no es gratuito, más allá de la dolorosa situación de perder a seres que compartieron parte de su vida, tanto en situaciones agradables como críticas; también cambiaron ellos, en cada viaje adquirieron experiencia y también más edad. Pasaron de ser dos chicos curiosos, a dos adolescentes con mente de hombres.


F.B.


Helena y Talía estaban devastadas, su trabajo de varias semanas había sido destruido, no solo sus horas y horas de labor estaban perdidas, también todo el material no se podía recuperar.

Sus ingresos eran muy justos para tener ahorros, por lo que debían de empezar de nuevo con muchísimo sacrificio, incluso tendrían que solicitar al proveedor de arcilla y leña que les permitieran adquirir mercadería al fiados, tampoco podían continuar empleando a Esteban y Juan, estaban arruinadas.





—¿Quién pudo haber hecho esto?  —preguntó Juan.

—Han sido los hijos de Nereo, —respondió Helena secándose las lágrimas con su mano— es el antiguo socio de nuestro padre, que nos odia porque cuando se separaron, nunca pudo competir con nosotros, le gusta beber mucho, y nunca cuidó a sus clientes, sus dos hijos, son iguales a él, pero aunque sepamos que fueron ellos no tenemos prueba, por lo cual no podemos hacer nada, ahora tampoco podemos contratarlos a ustedes, no tenemos dinero. 

—Eso no es problema  —contestó Esteban— podemos trabajar solo por la comida. 

—Y dejarnos dormir en el establo  —dijo Juan— junto a nuestro entrañable y viejo amigo Simón (así se llamaba el caballo).

A pesar de la situación desafortunada, los cuatro jóvenes rieron.

A la mañana siguiente, cuando comenzaban a limpiar el destrozo, llegó Sócrates con la intención de devolver a las hermanas el cántaro con el que le convidaron agua. Cuando vio lo ocurrido, preguntó cómo pasó tal cosa. Las hermanas le contaron con lujo de detalles la historia de Nereo y su finado padre, historia que Sócrates recordaba perfectamente y conocía qué tipo de persona era y también sabía que sus dos hijos eran muy conocidos por causar problemas en todos lados. 

—Veré que puedo hacer  —dijo Sócrates— pero sin pruebas, ni testigos, no se puede culpar a nadie, y prejuzgar no es correcto, porque si todo prejuzgamos de todos, la vida sería una disputa eterna, no obstante a veces las personas pueden cambiar.

A las hermanas alfareras, el proveedor de arcilla y el de leña, las conocían muy bien y sabían que siempre compraban su mercadería y pagaban al contado; por lo cual no dudaron en darle todo lo que ellas necesitaban, y las esperarían para el pago cuando vendieran su producción. 

Había transcurrido una semana del lamentable hecho cuando una tarde sucedió algo inesperado. Una carro cargado de cántaros se paró frente al local de Helena y Talía, esto sorprendió a las muchachas, pero la sorpresa fue mayúscula cuando vieron que el que conducía era Nereo junto a  sus dos hijos, que sin decir una sola palabra descargaron toda esa mercadería en el frente del local.





—¿Qué significa esto?  —preguntó Helena al viejo Nereo— 

—Sabemos que alguien ha cometido un hecho incalificable contra ustedes —respondió el viejo, y agregó— más allá que yo era un viejo adversario de su padre, ustedes nada tienen que ver con esa antigua disputa, por eso acepten por favor esta mercadería que de algún modo salda una vieja herida entre nuestras dos familias. 

Después de pensarlo unos instantes, Talía optó por hacer lo correcto sin dejarse llevar por el rencor y dijo:

—Aceptamos de buen agrado su ayuda, y con ella queda saldada las diferencias entre nuestras familias, les deseo que los dioses los acompañen.

Al otro día apareció en el taller de las hermanas, Sócrates, que observó con beneplácito que el local nuevamente estaba repleto de mercaderías. 

Helena supo de inmediato que el viejo sabio, tenía mucho que ver con lo ocurrido y le preguntó:

—Me gustaría saber qué le dijo el señor Sócrates al viejo Nereo para ablandar su corazón.

Sócrates haciéndose el distraído mirando el interior de un jarrón enorme dijo:

—Lo que ocurre estimada Helena; es que yo solamente actué en beneficio propio, debido a que tenía una deuda enorme contigo de por vida, y por suerte he conseguido saldarla, o al menos eso espero. 

—Queda saldada señor Sócrates, puede usted estar tranquilo y satisfecho. —le dijo Helena con una sonrisa.

—Quedar satisfecho es algo demasiado amplio y difícil de conseguir señorita  —agregó Sócrates observando otro jarrón, para después agregar— yo, solo para dar un ejemplo aproximado, quedaría satisfecho si me dieran a probar un trozo de queso con una generosa feta de jamón y un vaso de vino… eso sí me dejaría satisfecho.

—Llega usted a tiempo maestro  —dijo Talía con una amplia sonrisa— justamente estábamos por almorzar, y aún nos queda queso, vino y jamón, nos encantaría que usted nos acompañara.

Ese almuerzo para Esteban y Juan compartiendo una charla amena, nada más ni nada menos que con Sócrates, fue para ellos algo inimaginable, grandioso, y les permitió experimentar en carne propia el poder de convicción de un hombre que es considerado para toda la humanidad un gigante, con la facultad de ser un ser cordial, humilde y con esa facultad de ver a la vida con humor.

—Ustedes estimados amigos, poseen un bien que en el trajín de la vida, se olvida, o no se le presta la debida atención. —comenzó la conversación Sócrates sirviéndose un trozo de queso con una rebanada de jamón. 





—¿Cuál es ese bien al que usted se refiere Maestro  —le preguntó Helena sirviendole vino.

—Ese bien al que me refiero es su juventud  —dijo el maestro— si yo pudiera compraría años de juventud, pero lamentablemente no hay negocio o mercado sobre la tierra que tenga tal producto.

—Y si existiera alguien que vendiera años a buen precio  —dijo Juan con picardía—  qué haría usted señor Sócrates. 

—Que buena pregunta que me hace usted; si yo consiguiera ser joven nuevamente estimado amigo, trataría de no cometer los mismos errores que he cometido, pero esto no es posible, porque aún no tendría la experiencia de vida necesaria, por lo cual llegamos a la conclusión que el camino solo es posible andando. Excepto  —dijo Sócrates haciendo una pausa.

—¿Excepto que cosa?   —preguntó Esteban intrigado. 

—Excepto que yo fuera un viajero del tiempo —dijo el maestro tomando un sorbo de vino.

Esteban y Juan se miraron asombrados y deslumbrados ante tal respuesta que los involucraba.

—Pero aquí entramos en un terreno escabroso, —dijo Sócrates— porque nadie sabe aún, con total certeza que es el tiempo; para mi por ejemplo sólo podemos considerar el presente, el pasado ya no existe; es decir, para ser más claro, ya no podré disfrutar  nunca más en mi vida de mi primer bocado de este exquisito queso que disfruté hace unos instantes, y el próximo bocado de este tierno jamón aún no se ha producido por lo cual ese instante todavía no existe; es más, entre este presente y mi próximo bocado es posible que ocurran mil cosas que puedan no permitirme probarlo…por esto, para que nada ocurra en ese misterioso tiempo que aún no lo he vivido, y me separa de este manjar, comeré con gusto otro trozo de jamón en este mismo instante. Cuando Sócrates tomó otro bocado de carne, todos rieron. 


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sábado, junio 22, 2024

VIAJE AL PASADO (vigesimaprimera entrega)

 

La vida en la antigua Atenas de Sócrates era apacible; tanto Esteban como Juan disfrutaban de su trabajo en el taller de alfarería y se sumaba a las placenteras jornadas poder compartir gratos momentos con Helena y Talía; entre los cuatro jóvenes se repartían el trabajo y las ventas en el mercado prosperaban, a tal punto que pudieron comprar otro torno y realizaron un horno más grande. 

Por las tardes, después de trabajar, el entrenamiento principal de los cuatro jóvenes era merendar y charlar en una terraza del taller con paredes blancas en donde se podía ver el mar; desde allí se sentía su rumor, y una suave brisa movía el blanco toldo que protegía a las coloridas flores que adornaban enormes macetas de barro. 





         Una tarde surgió un comentario que se trasladó de boca en boca hasta llegar al mercado, no era algo bueno, cuando las dos hermanas se enteraron las alarmó; el tribunal de Atenas ordenó apresar a Socrates y a todo hombre que tuviera una relación con él, esto implicaba a Esteban y Juan. 

Cuando las dos hermanas llegaron del mercado con la preocupante novedad y se lo contaron a sus dos amigos, estos pusieron cara de preocupados; pero ya sabían cómo terminaba la injusta historia para su cordial amigo Sócrates, lo que no se imaginaban fue que a la noche de ese mismo día un pesado carro tirado por dos caballos que llevaba una enorme jaula, paró frente al taller, se bajaron cuatro robustos hombres y se dirigieron directamente al establo donde dormían, los tomaron por los brazos y los ubicaron de muy mal modo en aquel calabozo móvil. Tanto Helena como Talía no tuvieron ni siquiera tiempo para despedirse de sus dos amigos.

Lo que siguió después fue muy desagradable, cuando los trasladaron a la cárcel, llegaron a ver a Sócrates recostado sobre un catre en un lugar lúgubre, curiosamente él, cuya mente iluminó la mente de miles de seres humanos a lo largo de la historia.

Cuando a Esteban y Juan los encerraron en un calabozo sin ventanas, entendieron que había llegado la hora de partir. Pero restaba una cosa, a media noche, detrás de las rejas dos oscuras siluetas encapuchadas los llamaron por su nombre; eran Helena y Talía que con lágrimas de desesperación vinieron a saludarlos; conocían al carcelero que les brindó la posibilidad de despedirse de sus amigos, que ya sabían serían ejecutados al amanecer. 





Cuando Esteban y Juan las vieron, trataron de consolarlas. Ellos tenían el reloj, pero las aterradas hermanas no lo sabían, ni tampoco lo entenderían, por lo cual no existía posibilidad de conformarlas, no obstante Esteban se animó a decirles algo que en alguna medida llegaron a entender.

—Helena, Talía, les pedimos por favor que no sufran por nosotros, solo tratemos de disfrutar este presente como decía nuestro común amigo Sócrates; falta mucho para el amanecer, por lo cual, son muchas cosas las que pueden ocurrir aun, créanme, se los puedo asegurar; a nosotros dos el destino nos depara otro lugar, otro tiempo; no lo entenderían pero es la verdad; y además recuerden siempre, que nos volveremos a ver, y será en circunstancia más felices. 

—Por favor  —dijo Juan sonriente—  cuiden muy bien de nuestro fiel amigo Simón, recuerden que antes de irse a dormir, le gusta que le acaricien su frente.

Increíblemente en ese momento tan triste y abrumador, Juan pudo sacarle una sonrisa a esas dos jóvenes con las que compartieron un hermoso lapso de tiempo de sus vidas.

          Después, una vez solos, en ese húmedo y deprimente calabozo de paredes de piedra iluminado por una pequeña antorcha, Juan dijo: 

—Es hora amigo, ¡adelante!

Entonces Esteban le dio cuerda al reloj que tenía en su pecho; de inmediato los gruesos y pesados muros que los rodeaban se desintegraron como si fueran de arena, y en su lugar tomó cuerpo una plaza enorme y soleada en donde decenas de personas se dirigían de un lugar a otro, se observaba la sombra que proyectaba una catedral gigantesca en plena construcción que dominaba todo el lugar; cuando trataron de descifrar en donde estaban, un chico muy pequeño que corría se tropezó con Juan, lo miró y continuó con su carrera.

—¡Chico!, ¡chico!, —le gritó Juan—  ¿dime, qué plaza es esta!

El chico siguiendo con su carrera le gritó:

—¡Piazza del Duomo!.

—Estamos en el corazón de Milán, Italia, y esa es su magnífica catedral querido amigo  —dijo Esteban— nos resta saber en qué año nos dejó nuestro reloj; me animo a decir que estamos en el siglo XV o XVI, veremos.





Cuando Esteban y Juan comenzaron a transitar por las calles de aquella ciudad, la misma vibraba de actividad comercial y cultural. Los mercados eran algo así como el corazón del lugar en donde los olores de alimentos y verduras se mezclaban con los colores de los puestos de flores, artesanías y telas.

Caminando por una de sus calles les llamó la atención ver un grupo de hombres agolpados frente a una puerta enorme, cuando se acercaron a ver, allí habían clavado un panfleto que decía esto:


Se necesitan obreros albañiles, ladrilleros y carpinteros para trabajar en el Castillo Sforzesco.

Se pagará por un día de trabajo 2 soldos y comida.

Ludovico Sforza duque de Milán 


—Ya hemos encontrado trabajo Juan, y este panfleto confirma que estamos en la época en que este poderoso hombre, Ludovico Sforza, ejercía su poder, debemos estar entre los años 1494 al 1499. Imagina amigo que ahora mismo, Leonarfo Da Vinci está trabajando por aquí. 

—No puedo creer que pueda cruzarme con Leonard Da Vinci, es algo que jamás podría haber pensado.  —respondió Juan.

—Yo tampoco querido amigo, estamos en el Renacimiento, una época de esplendor en muchísimos aspectos como en las artes, la arquitectura y las ideas, el hombre pasó a ser el centro de todas las cosas, se inicia el estudio de la anatomía y la perspectiva, se fomentó el uso de la razón y la observación para comprender el mundo, nace la burguesía y los inventos tecnológicos, como la imprenta, el telescopio, el microscopio y el reloj mecánico. También surgieron grandes artistas como Leonardo Da Vinci, Miguel Ángel y Rafael, dejando obras maestras.

—¿Dónde estarán ahora…lo que tú ya sabes?  —preguntó Juan.

—No lo sé  —respondió Esteban— pero el reloj nos lleva siempre a algún lugar donde ellas estén. 

—Estaba pensando querido amigo ¿cuándo terminará este viaje y de qué modo? —preguntó Juan. 

—No pensemos en eso Juan, lo que tiene que venir, vendrá, más allá de lo que nosotros pensemos. 

Los dos amigos siguieron al grupo de hombres que se dirigían al lugar donde se ofrecía ese trabajo que indicaba el folleto; al castillo Sforzesco. 





Después de cruzar un portal enorme se encontraron en un patio en donde había unos cincuenta hombres, en el lugar había varios carros tirados por caballos, y algunos obreros descargaban madera y ladrillos. A uno de los carros vacíos se subió un hombre, el cual dijo al grupo, ser el maestro mayor de la obra, y explicó a grandes rasgos el trabajo que se haría, después indicó ordenarse de acuerdo a su especialidad. Se formaron cuatro filas, una de albañiles, otra de carpinteros, una tercera de ladrilleros y una última de ayudantes; en esta se ubicaron Esteban y Juan. Después que se les tomó nota de todos los nombres y su especialidad se los convocó para el día siguiente a las seis de la mañana. 

Cuando todos se retiraron Esteban le preguntó a un hombre mayor que se había anotado para trabajar, donde podrían encontrar un lugar para dormir. Este les dijo, que si no eran muy exigentes, en su casa había un viejo galpón que podían utilizar, el cual tenía un viejo horno de panadero, y suficiente leña para pasar el invierno que se aproximaba. Durante el camino al lugar, este señor les comentó que el trabajo en el castillo era duro, pero aceptable.

—En realidad, la mayoría de los hombres que van a trabajar allí lo hacen por un motivo en común   —dijo el hombre acomodando su gorra— no es tanto por lo que pagan que no es poco.

—¿Qué es lo que los motiva tanto?  —preguntó Juan.

—Lo que los atrae es la comida.

—¿la comida?  —preguntó Esteban intrigado. 

—Así es, ya lo comprobarán ustedes; allí se come la mejor Cassoeula de todo Milán. —dijo el hombre abriendo un pesado portón que pertenecía a su casa— dicen que es el plato preferido del duque, y está realizado por las propias manos de las cocineras del palacio, no se puede pedir nada más en la vida; no existe en todo el mundo unas cocineras tan prestigiosas como Giulia y Laura.






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viernes, junio 21, 2024

VIAJE AL PASADO (vigésimasegunda entrega)

            Cuando Esteban y Juan entraron en la vieja cuadra de panadería el lugar era deprimente, por el techo agujereado ingresaban varios rayos de sol; señal que cuando lloviera pasaría el agua, y en la pila de leña varios ratones se escabulleron por los huecos. 




—Que agradable lugar,  —dijo Juan con ironía—  en mi vida he visto algo peor.

—Al menos tenemos un techo,  —respondió Esteban mirando hacia arriba. 

—Si, es muy cierto amigo, tenemos un hermoso techo agujereado, por el cual cuando llueva pasará el agua a raudales  —dijo Juan— ahora comprendo el motivo por el cual el dueño no quiso cobrarnos por esto. 

—Lo mejor será arreglarlo, subiremos con esa escalera que está allí  —dijo Esteban comprobando que no estuviera podrida.

Cuando ambos amigos se encontraban realizando esa tarea el dueño de casa que se llamaba Jaime, apareció con dos tazones de sopa caliente, pan, queso, una jarra con vino, un farol y dos gruesas mantas de lana.

—Aquí tienen señores, —dijo el hombre con una sonrisa, dejando la bandeja sobre un tonel—  hoy invita la casa, mañana no.

Cuando la noche llegó, Juan encendió leña en un brasero para que el lugar estuviera más agradable y también el farol que con su mortecina luz proyectaba la sombra de ambos sobre las viejas paredes de madera. Después, el cansancio le fue ganando a la charla. 

—¡Señores, ya es hora, el trabajo espera!  —grito el dueño de casa, trayendo dos tazas de caldo caliente y algo de pan.

Ambos jóvenes despertaron y le agradecieron a aquel señor por la amabilidad de pensar en su desayuno, el cual les cayó de maravillas. 

Cuando llegaron al lugar de trabajo, un encargado les indicó a Esteban y a Juan que su tarea sería abastecer con ladrillos y argamasa a diez albañiles que estaban levantando paredes; estos rudos hombres colocaban ladrillos con una facilidad y velocidad que asombraba.









En varias oportunidades, solo por el hecho de bromear, y viendo que Esteban y Juan eran jóvenes y no eran muy prácticos, varios de esos hombres subidos al andamio les gritaban:

—¡más rápido!, ¡más rápido!, ¡necesito ladrillos!; ¡vamos chicos, ahora necesito argamasa! y al verlos a Esteban y Juan que a pesar de correr no llegaban a abastecerlos, se reían a carcajadas. 

Cuando se dieron cuenta que el centro de la gracia eran ellos, también se rieron; el secreto de su trabajo era que debían acarrear más cantidad de ladrillos por cada viaje para que estos expertos colocadores no se queden sin material. 

Si bien el trabajo era pesado y rudo, existía un clima de camaradería entre todos los trabajadores muy bueno.

Al mediodía se sintió sonar una campana que avisaba la hora del almuerzo; todos los obreros se dirigieron a una amplia sala con mesas y bancos en donde había un aroma delicioso proveniente de la cocina que habría más aún el apetito. Esteban y Juan se sentaron junto al señor carpintero dueño de la casa en donde dormían. 





—Ya verán amigos lo que les he dicho  —dijo el hombre sacándose su gorra— allí vienen Giulia y Laura, ellas mismas sirven su exquisito guiso.

Al verlas, los dos amigos las reconocieron de inmediato como siempre ocurría; eran las mismas personas que ya conocían desde tiempos remotos; la misma sensación; siempre hermanas; de profesiones y en situaciones distintas, en ese momento eran las cocineras del Castillo Sforzesco.

Cuando Laura se acercó a Esteban y Juan para llenar sus platos, primero los miró, después sonrió y dijo:

—Ustedes dos me parecen caras conocidas, pero no puedo recordar de donde, ¿son de aquí?.

—No, somos forasteros  —dijo Juan— aún no conocemos a nadie, pensamos poder establecernos, si nos permiten hacerlo. 

—Si son trabajadores y se portan bien, los aceptaremos, ¿no es cierto señor Jaime? —dijo la joven sonriente— dirigiéndose al hombre que les daba albergue. 

—El señor Jaime nos dijo que la comida que se vende en este bodegón  es la mejor de todo Milán, nos pareció una apreciación desmedida.  —dijo Esteban irónicamente. 

—Tendrán que comprobarlo, por ustedes mismos  —dijo Giulia que estaba cerca— hoy por suerte para ustedes no estamos cobrando. 

Todos rieron.

Los días venideros fueron apacibles; cuando llegó el viernes después del trabajo ambos amigos decidieron dar un paseo por los alrededores de la ciudad, al tomar por un camino que tenía unas vistas impresionantes a medida que se subía, al llegar a lo más alto, vieron a un hombre sentado sobre una roca que parecía observar solo el paisaje, para después anotar algo en un papel.







—Amigo mío  —dijo Esteban a Juan— si no me equivoco estaremos por hablar con el hombre más fabuloso e impresionante de todos los tiempos.

—Ya imagino a quien te refieres.

Cuando ambos se acercaron a esa persona, esta se dio vuelta para verlos.

—Buenas tardes caballero  —dijo Esteban, no sabría decirnos donde podemos encontrar algún lugar para tomar agua.

—Para tomar agua —dijo aquel hombre— pueden seguir caminando aproximadamente una hora y encontrarán una pequeña cascada de la mejor agua cristalina de todo Milán…pero si desean tomar un buen trago del mejor vino tinto de Lombardía, yo les puedo ofrecer un poco.

Tanto Esteban como Juan se rieron con ganas, y se sentaron junto a aquel señor jovial que debería tener unos cuarenta años. La charla se prolongó alternando el vino del hasta ahora desconocido, con un queso excelente que también les convidó. 

—¿Les gusta caminar por esta naturaleza?  —preguntó el solitario dibujante guardando sus escritos.

—Así es  —dijo Juan—. 

—Yo soy un amante y estudioso de la naturaleza, me gusta observar y aprender de ella, creo que todo lo que nos rodea nos quiere decir algo que nosotros los humanos no llegamos a comprender  —así comenzó la charla con ese hombre amante de la naturaleza que les convidó vino y queso. 

Cuando Esteban y Juan le contaron que estaban trabajando en el Castillo Sforzesco  este les dijo que él también.

—-Me encomendaron realizar una colosal estatua en bronce de un caballo  —dijo el hombre— es un trabajo enorme en donde estoy creando un nuevo método de fundición; este es el dibujo de como será. 





Después de decir esto sacó de su bolso de cuero un manojo de papeles y se los mostró a Esteban y Juan, allí pudieron ver asombrados el dibujo de un magnífico animal, junto con otros dibujos de pájaros. La charla se prolongó y en un momento aquel dibujante de caballos y aves les dijo algo que los dejó perplejos. 

—Siempre he tenido un sueño que pienso que en el futuro alguien podrá hacerlo. 

—¿Qué sueño?  —le preguntó Juan. 

—Me gustaría poder viajar en el tiempo, conocer el futuro, daría uno de mis brazos para saber cómo será. 

Esteban se mordió la boca, para no contarle; no obstante esto le dijo.

—Tal vez el hombre pueda hacerlo algún día.

—Quiero mostrarles mi taller, —dijo el señor poniéndose de pie con agilidad— , está en el Palacio Real. 





—Aún no nos hemos presentado —dijo Esteban— 

—Tienes razón, mi nombre es Leonardo Da Vinci, —dijo el hombre— ¿y el de ustedes?.

—Mi amigo Juan, y yo me llamo Esteban. 

Cuando los tres regresaron, Leonardo los llevó a que conocieran su estudio; cuando Esteban y Juan ingresaron en el taller de uno de los hombres más inteligentes de todos los tiempos, quedaron impactados y deslumbrados; allí había maquetas de extraños aparatos, dibujos, esquemas, cuadros, escritos, herramientas colocadas sobre grandes mesas de madera, pinceles junto a enormes paletas de colores; era el lugar de trabajo de un sabio; poder estar charlando con ese hombre vital y alegre para Esteban y Juan era un privilegio incalculable.





—Les mostraré lo que aquí realizo  —dijo Leonardo— este es mi lugar de trabajo, aquí creo mis invenciones, dibujo todo lo que me interesa de la naturaleza, y también pinto retratos de bellas mujeres como esta. 

Después de aproximarse a un caballete que estaba cubierto por una tela, al retirarla, para sorpresa de Esteban y Juan allí estaba el famoso cuadro de La dama del armiño.

—Esta hermosa mujer amigos, es Cecilia Gallerani la amante de Ludovico el Moro, Duque de Milán , mi mejor amigo.






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