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martes, abril 23, 2024

UN GOLAZO, DEL OTRO CAVANI

 



         El día se presentaba con una llovizna persistente que convirtió las calles de tierra del barrio en un lodazal; cuando Ramón salió al patio vio que su carro tenía una de sus gomas desinfladas.

—¡Carajo, justo hoy! —le dijo a su hermana.

—¿Y qué diferencia hay entre hoy y mañana, me querés decir? —le recrimino ella después de tomar su último mate sin nada para comer, colocándose su mochila para ir a trabajar.

Después de ponerse un nailon que solo protegía su cabeza y sus hombros, sacó la rueda y la llevó hasta la gomería.

—¡Qué haces, Cavani!, como jodimos a las gallinas, tres a dos, ¡afuera! —le dijo el gomero a Ramón luciendo una camiseta de boca que de tan sucia no se distinguía el color azul del amarillo, terminando de tomar un mate haciendo un ruido infernal. 

Ramón no tenía ganas de conversar porque sabía que con un día así los cartones se humedecen y podía ocurrir que el único comprador de su mercancía no se los aceptara o le pagará a su antojo, pero no había otro remedio, los pobres como él solo les queda cinchar y agachar la cabeza.

Después que le arregló la pinchadura Ramón le dijo que a la noche le pagaba el servicio. 

—Anda tranquilo Cavani, boquita ganó, estoy contento. —le respondió el gomero con una sonrisa que mostraba la falta de dos de sus dientes. 

En el barrio a Ramón todos lo conocían por Cavani, como el delantero de Boca, era idéntico, excepto que jamás tendría un futuro satisfactorio como el famoso jugador de fútbol. 

El recorrido que hacía Ramón era siempre el mismo, primero pasaba por las fábricas, después de caminar veinte cuadras por el barrio de casas bajas se dirigía al centro comercial, nuevamente unas veinte cuadras más hasta llegar a la textil, y de regreso con el carro repleto subía la pendiente de la avenida para llegar al recolector; por último regresaba a su casa cuando el sol empezaba a caer. Nunca se le ocurrió contar las cuadras que caminaba arrastrando su carro, pero su cuerpo, a pesar de estar acostumbrado, lo sentía; cuando llegaba con esos pocos pesos, después de tomar lo necesario para sus cigarrillos, el resto se lo entregaba a su hermana que llevaba la contabilidad y hacía las compras.

Ese día después de colocar nuevamente la rueda, colgó la bolsita de nailon en un gancho de su carro con el sándwich que le había preparado su hermana, prendió un cigarrillo, se colgó con su dos brazos del mamotreto de dos ruedas y empezó como todos los días de su vida a empujarlo. Cuando sus músculos se calentaban esas largas jornadas no le parecían tan desagradables y siempre disfrutaba de algo distinto, el tráfico, la gente, discusiones, risas, ademanes entre viejos charlando acaloradamente. Muchas veces soñaba que algo o alguien encontraría en su camino que lo sacaría de esa pobreza eterna.

Lo inalterable que disfrutaba era su sueño; el cual sabía que era imposible; una joven mujer que veía todos los días, esa ilusión le permitía seguir con su vida de cartonero y no lo dejaba decaer en su tarea diaria y monótona de arrastrar su pesada carga. Es muy difícil trabajar sin tener la posibilidad de una recompensa justa, entendiendo por la fuerza que para algunos como él la vida es solo una rutina sin premios, esperando que un día cualquiera, repentinamente, su cuerpo se niegue a seguir, y entonces, no tener donde caerse muerto es el precio que debe pagar alguien que es pobre y analfabeto. Esa llamita que le brindaba algo de calor a su corazón endurecido; su sentido de la vida, lo ignoraba, él pensaba que cuando pudiera salir de su paupérrima condición se compraría ropa decente e iría a las siete y media en punto a la parada del colectivo para poder conquistarla. 

Allí estaba, como todos los días a la misma hora, la veía al doblar la esquina, cuando pasaba con su carro, ella no lo miraba como es lógico, ¿qué futuro puede haber junto a un cartonero de ropas mugrientas y zapatillas rotas?; pero soñar ser correspondido por alguien no ofende ni molesta; en esos pocos instantes cuando pasaba por la calle frente a ella la miraba de reojo para no asustarla y el resto de su día continuaba doblando cartones y acomodandolos en su carro sin pensar; o mejor dicho solo pensando en esa joven que lo deslumbraba.

El sol corrió las nubes e iluminó a la joven; también proyectó la sombra de Raúl y su carro sobre el asfalto húmedo como una alargada mancha horrible y sin forma. 

Después de verla esos pocos instantes e imaginar entablar una conversación con esa piba que le quitaba el sueño, reanudó el trabajo, cuando solo había recorrido unos pocos metros sintió que una mujer gritaba, al mirar, Ramón entendió el motivo; dos muchachos en una moto estaban forcejeando con ella, uno tenía un arma y le apuntaba, mientras la joven retenía su cartera con fuerza. 

Ramón no dudó y corrió a ayudar, él era un hombre alto y fuerte; en el primer golpe derribó al que conducía la moto, y el otro le disparó pero el arma falló y no salió la bala, ambos malvivientes sin otra posibilidad se subieron a la moto y se alejaron; Ramón agitado, le preguntó a la chica si estaba bien, y cuando esta le iba a contestar; escuchó un estruendo seguido de un profundo dolor en su espalda; después cayó de rodillas frente a ella, no llegó a escuchar lo que le dijo, solo se cruzaron sus miradas; al ver esos ojos de temor y gratitud en esa mujer que amaba, su dolor se calmó; trató de decirle algo pero no pudo; Ramón, el Cavani del barrio acababa de convertir el gol más maravilloso de toda su vida, fuerte y al ángulo, la tribuna estalló en gritos y aplausos; los ojos de su amor secreto le habían agradecido su hazaña; Ramón por fin; disfrutó su recompensa en el último instante de su vida.




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